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Acabo de ver una luz

 

                

              De  pie, inclinado sobre la cartografía que sostenía extendida con ambas manos, examinaba una y otra vez, con rostro severo, las marcas del recorrido que según sus cálculos, habían  hecho desde la partida de Puerto de Palo, el 3 de Agosto de 1942.

              Venían navegando durante dos meses y  cinco días con una tripulación de noventa hombres distribuidos en tres naves:  Santa María,  La Pinta y  La Niña. Durante ese período tuvieron que sortear varias tempestades con vientos hura-canados y enormes  olas que estallaban en el puente y barrían la cubierta. Las pesadas  embarcaciones de madera  con velas  de treinta metros de altura,  parecían simples  cáscaras de nuez que crujían todo a lo largo,  amenazando desinte-grarse en cualquier momento con la próxima  embestida de un mar enfurecido. Cuando  había paz en el mar, no la había a bordo.

              Eran contados los marinos expertos. Casi todos eran rudos, pero novatos. Sufrían de mareos, estaban enfermos o se arrastraban descompuestos,  vomitando su alma. Las naves tenían  un lugar con literas apiladas donde dormían ha-cinados. El hedor nauseabundo, proveniente del sudor y la falta de higiene, hacían el aire asfixiante.  El agua se utilizaba sólo para beber.

              Con una tripulación compuesta por ex presidiarios, forajidos y aventureros reclutados en las  tabernas portuarias mediante promesas de libertad y fortuna,  no era fácil mantener el orden, pasado tanto tiempo en  alta mar. La  ansiedad, el cansancio y  el hastío,  habían creado el clima propicio  para  un amotinamiento.  Además,  circulaban mil  historias  de terribles monstruos  que habitaban  esos mares  y que  ni el mascarón de proa, podría ahuyentar. De  una vez  por todas, querían llegar a tierra o regresar a  España.

              El  8  de Octubre amaneció calmo. No soplaba siquiera una brisa.  Las naves estaban como ancladas.  La  quie-tud era total. Desde hacía  varios días  no ocurría nada.  Sólo los  rodeaba   un cielo azul, sin nubes, que se fundía en  el horizonte con el verde del mar. Otra vuelta  al reloj de arena, iniciaba una nueva hora que marcaba el  lento y  monótono paso del día. Hacía calor.  La mayoría tenía el torso desnudo.  El sol de  mediodía  era una verdadera brasa y, paulatina-mente, se fue caldeando el ambiente.

              Todos, sin excepción,  tenían clavada la vista en el horizonte. El afán de llegar a tierra,  les hacía  ver  lo que  no era. Ya una vez se habían alborotado, y varios treparon al mástil  porque creyeron vislumbrar algo en la lejanía, pero sólo era una nube en un cielo despejado.

              La desilusión hacía crecer las dudas sobre la competencia  de los  conocimientos y  la credibilidad en las afirma-ciones del almirante. Al final, incitados por unos cuantos revoltosos, se produjo el tan temido motín. Amenazaron a Colón para que diera la orden de regresar a España. Sin  embargo, éste, obstinado y  firme en  sus convicciones;  en  los  estu-dios  realizados en  mapas portulanos, que era  una cartografía  muy  avanzada;  y en los que  él mismo había  realizado, aseguró a la tripulación que pronto  llegarían  a tierra. Pidió que le dieran cuatro días y  que si no se cumplían sus predic-ciones, volverían a España.  Sabía  que si ello  no ocurría,  no habría posibilidad de  regreso.  Morirían en alta mar,  pues las reservas de  provisiones, apenas  alcanzarían  hasta entonces. Con  esa  promesa  y la  persuasión  de que  sin él no había  nadie con la capacidad  para navegar por los mares recorridos,  Colón  logró, una  vez más,  calmar  los ánimos  a bordo. Sólo  sus asistentes  más  cercanos y  los  hermanos Pinzón,  que comandaban La Pinta y La Niña, estaban al co-rriente de la realidad.

              Las noches eran frescas y la tripulación se reponía de las insolaciones del día. Además del  incesante rumor del manso oleaje, se podía oír el graznido de pájaros. De vez en cuando, algo golpeaba  contra las naves.  Pero, en lugar de tomarlo como cosa natural,  la tripulación se lo atribuía a los monstruos marinos. Al amanecer repararon en algunos tron-cos que flotaban en el agua y también vieron a los pájaros. De inmediato se impartió la orden de torcer el  rumbo  al  sur-oeste, siguiendo el vuelo de las aves. Sin  embargo, con el pasar de las horas,  el horizonte seguía  siendo una línea rec-ta, donde se juntaba el azul con el verde.

              Colón,  pertinaz, continuaba  estudiando minuciosamente los mapas, controlando la brújula y escrutando  la leja-nía. La noche del 11 de octubre dijo a sus asistentes:

              ”Acabo de ver una luz. ¿Alguien más la vio?” No. Nadie  la había visto.

              A la madrugada del  12  de Octubre  de 1492,  el  vigía  Rodrigo de Triana,  trepado en la punta del mástil de  La Pinta, cortó el silencio con el grito que cambiaría el rumbo de la historia:

             ”¡TIERRAAA!”

 

 

 

 

 

 

               

 

 

 

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