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Una muñeca llamada Emily

         

 

                                                 

 

          Mientras recorrían las  calles rumbo al parque, Miss Ellen  le  enseñaba canciones  que entonaban  juntas  y luego pasaban a alguna en alemán, que dirigía Marie. Era un acuerdo al que habían llegado ambas, lo que aprovechaba la institutriz para reforzar su práctica del idioma extranjero. En el camino compraron unos dulces y un cono con ”bretzel”. Finalmente llegaron a Steglitz y entraron al parque por la Sedenstrasse. Ese inmenso colage de ocres, que los árboles vertían como tarros de pintura sobre la mullida alfombra de hojas secas, brindaba un verdadero cuadro otoñal.  

 

           Cansadas de la larga caminata, tomaron  por  el  sendero  que  llevaba  al  lago y se sentaron en un banco. El paisaje encontraba su gemelo espejado en el lago inmóvil. Sólo los cisnes o algunos patos dejaban ondeando el reflejo, al acercarse para tomar las migas que les arrojaban desde la orilla. También la niña se arrimó para compartir su “bretzel” con las aves. Sin dejar de vigilarla, Miss Ellen, sentada en el banco, disfrutaba de la paz que le brindaba el panorama, hasta que Marie regresó a buscar a su muñeca. Pero Emily no estaba. No la encontró sobre el banco, tampoco debajo, ni detrás.

 

             —¿Dónde está Emily? —preguntó con ojos inquisidores a la institutriz. 

 

             —En el camino la traías en el brazo —contestó Miss Ellen, mirando en derredor.

 

             —¿Tú la escondiste?—preguntó la niña esperanzada.

 

             —¡No! ¿Cómo te haría algo así? Jamás escondería a tu muñeca.

 

             —Entonces, ¿dónde está?

 

             —¿No la llevaste a ver los patos?

 

             —No —dijo, frunciendo la boca, mientras los ojos se le ponían acuosos—. ¿Dónde está mi muñeca?

 

           Entonces, seguro que se habrá caído en el camino —dijo Miss Ellen y se apresuró a recoger las cosas que estaban sobre el banco—. Ven —agregó, tomándola de la mano—. Vamos a buscarla.

 

            —Quiero a mi Emily —empezó a llorisquear,  mientras  comenzaban  a desandar el sendero por el cual habían venido.

 

             —Tú mira a la izquierda y yo buscaré del lado derecho, por si quedó enganchada en algun arbusto al pasar.

 

           Miraron incluso  en  los canastos  de desperdicios, por si alguien había querido hacerles una mala broma. Pero nada. A cada desilusión crecía su congoja. Hasta preguntaron a una pareja con la que se cruzaron en el camino,  y tampoco la habían visto. Emily había desaparecido.

 

             —¿Dónde está? —preguntaba Marie, llorando con voz entrecortada por el hipo.

 

             —Vamos a seguir buscándola —trataba de consolarla la institutriz.

 

            —Quiero a mi Emilyyy —repetía, mientras gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas y el moco le llegaba hasta los labios—. ¡Quiero a mi muñeca!

 

             —Ven —dijo Miss Ellen. Preguntaremos en la entrada — trató de limpiarle la nariz.

 

             —No —respondió caprichosa, soltándose de la mano de la institutriz.

 

             —Sí. Tal vez alguien la encontró y la dejó allí.

 

           —No —repitió  esta vez  con cólera—. No  quiero  ir  a  ninguna  parte —pateó  el suelo  con el pie derecho— ¡Quiero… quiero a mi muñecaaa!

 

             —La institutriz estaba desorientada. ¿Qué haría ahora con esta criatura empacada?

 

             —¿Qué le ocurre a la pequeña? ¿Por qué llora tanto?

 

             Miss Ellen giró sobresaltada y miró al hombre de cabello blanco que, solícito, se había detenido ante la escena.

 

           —Perdió  a su muñeca y la estamos buscando —le contestó. Su cara le pareció conocida pero no lograba ubi-carlo. De todos modos, era difícil que pudiera conocerlo, ya que hacía recién unos meses que había llegado a Berlín. Tenía muy pocas amistades y casi todas eran jóvenes.

 

             —Veamos —dijo el desconocido, poniéndose en cuclillas— ¿Qué podemos hacer por esta niña?

 

           Instintivamente la pequeña se acercó a  la institutríz y, sorprendida por la intervención de un extraño, dejó de  llorar. El hombre sacó su pañuelo y le limpió la nariz.

 

             —Ahora está mejor —dijo—. ¿Cómo te llamas?

 

             —Marie —contestó tímida, con la barbilla sobre el pecho.

 

           —Es  un bonito nombre. Me recuerda a una canción: “Ay Marie, ay Marie…la, la, la” —entonó para animarla—. Así que perdiste tu muñeca. ¿Y ella, cómo se llama?

 

             —Emily —contestó con voz todavía entrecortada.

 

            —¿Emily? ¡Pero  qué  suerte la  mía! Entonces  encontré  justo  a  la  persona  que  estaba  buscando —dijo  el hombre mientras  la  institutriz,  perpleja,  se esforzaba  por recordar de  dónde  lo conocía,  ya que su cara le era cada vez más familiar —. Hace un rato, en la entrada del parque, me topé con un viejo amigo que es director de un circo —dijo—. Me comentó que estaba buscando una bailarina para montar un nuevo espectáculo. Quería saber si yo conocía a alguna. ¿Y adivina, quien andaba por allí?

 

             —No sé —dijo Marie, encogiéndose de hombros.       

 

             —Tu Emily, que había oído la conversación y se acercó.

 

            Miss Ellen  no  salía  de su  asombro,  a medida  que escuchaba  esa narración fantástica.  Cada vez era mayor su intriga sobre la identidad del desconocido.

 

         —Emily —siguió él— le dijo al director que ella era bailarina de danzas  modernas con coreografía propia.Al director le encantó la idea del baile moderno  y no dudó en contratarla de inmediato

 

             Ahora era Marie que, boquiabierta, lo miraba perpleja con sus grandes ojos azules.

 

             Viendo que lograba el efecto buscado, el anciano continuó:

 

          —Como el  circo ya  estaba  por dejar la ciudad, Emily no tuvo tiempo de venir a avisarte y me pidió que yo lo hiciera por ella. Eso sí, prometió que te mandaría postales todos los días, para contarte las novedades. ¿Qué te parece?

 

             Confundida, la pequeña se quedó muda.

 

           El hombre se incorporó, sacó un anotador de su bolsillo y escribió: '¿dirección?', y se la alcanzó a la institutriz, guiñándole el ojo.

 

             —Creo que mañana ya tendremos noticias de Emily —dijo.

 

             —¿Mañana? —preguntó Marie.

 

             —Sí. Es muy posible —repitió, recogiendo la libreta que le devolvía Miss Ellen.

  

             —Y tú, ¿cómo te llamas? —preguntó ya más confiada.

 

            —Hm… tengo muchos nombres.  Otro día te los digo,  pero ahora, debo irme —acarició  la cabeza de la peque-ña y se despidió de la institutriz. Después, giró sobre sus pies, unió las manos a sus espaldas, juntó los talones y comenzó a caminar como lo hacían en el cine mudo.

 

             —¡Charlot! —gritó la institutriz, golpeando las palmas—. ¡Sabía que lo conocía!

 

           Él  se  detuvo, se volvió,  saludó como solía hacerlo  en las  películas y desapareció,  doblando por el sendero que cruzaba.

 

            —Por  fin, lo  había reconocido: era Charles Chaplin. Ahora recordaba los films que, de pequeña, solía llevarla a ver su madre.

 

             —Cuando escriba a casa, no lo van a creer —dijo en voz alta, tomando a la niña de la mano.

 

           Marie parecía más confundida que  contenta  pero,  por  lo  pronto, había dejado de llorar. Esa noche soñó con un circo.

 

         Al día siguiente, alguien  había dejado  un sobre por debajo de la puerta: 'Para Marie', decía. Lo encontró la señora Schulz que, en conocimiento de la situación, llamó a su hija. Adentro había una tarjeta postal de Munich que la madre leyó: 'Querida Marie, el Circo Sarrasani me contrató para un nuevo espectáculo, donde tengo que bailar. Viajaremos por todo el mundo. Ahora tengo prisa, porque mañana tenemos función y hoy el ensayo. Tendré que improvisar. Después te cuento cómo me fue. Deséame suerte. Te quiero mucho, Emily'.

 

             —¿Estás contenta, ahora? —preguntó a Marie y guardó la postal..

 

             Aunque no salía de su asombro, la niña  asintió con la cabeza.

 

             La  tarde siguiente  a  la misma hora,  estuvo  rondando cerca de la entrada.  Ni bien llamaron a la puerta, corrió a abrir. Un hombre joven con uniforme de cartero le entregó un sobre; lo abrió, sacó una tarjeta y fue a buscar a la institutriz para que se la leyera.

 

             De un lado la postal traía la imagen de Sissi, la que había sido emperatriz de Austria y al dorso decía: 

 

           'Querida Marie,  en  Munich todo salió bien. Me aplaudieron de pie y recibí muchas flores. ¡Si me hubieras visto bailar, Marie! Estarías orgullosa de mí. Dimitri, el acróbata ruso, dijo que nunca habían tenido un espectáculo tan bueno. Eso me puso muy contenta. Acabamos de llegar a Viena y estoy exhausta. Tengo que descansar, porque mañana tendremos otra función. Ah, casi mi olvido: mi nombre artístico es Isadora pero, para ti, siempre seguiré siendo tu Emily. Te mando un beso muy grande'

 

             La niña había escuchado atenta la lectura. Su cara reflejaba alegría pero también sorpresa.

 

             —¿Por qué Emily nunca me dijo que bailaba

 

             —Son cosas de las muñecas, Marie —contestó Miss Ellen—. Tú sabes como son.

 

           La  próxima carta provenía de San Petersburgo, en la que narraba que había conocido a la gran bailarina Maia Plisétskaya.

  

            'Si  vieras  cómo  baila  “La  muerte del Cisne”  ¡Es única!  ¡Cómo me gustaría poder bailar así!  Claro, lo de ella es danza clásica. Lo mío es diferente. Algo moderno… P.D.: Dimitri aprovechó para visitar a sus padres y me pidió que lo acompañara.”'

 

            Marie  estaba  cada  vez más entusiasmada  con los relatos de Emily o  Isadora, como se hacía llamar ahora y, con Miss Ellen, no hacían otra cosa que hablar de ella.  

 

            Más noticias llegaron desde Roma. Dijo que con Dimitri fueron a la Fontana di Trevi. También visitaron la Basíli-ca de San Pedro. Quedó impactada con las obras de Miguel Ángel, sobre todo con La Pieta. Le decía a Marie, que algún día ella debería ir a conocer todo eso.

 

             —¿Qué es la Pieta, Miss Ellen?

 

            La  institutriz  buscó  un  libro de  la biblioteca  y  le  mostró  la imagen  de  la escultura  y de muchas obras más de Michelangelo Buonarotti. La niña siempre quería saber más y más, y así llegaba la hora de ir a dormir. Se le había abierto un mundo nuevo. Estaba fascinada.

 

            Después de Roma vino París.Supo lo que es el Louvre y conoció a la Gioconda, a quién da Vinci le dio una son-risa enigmática, y a muchos pintores, cuyos nombres le era imposible recordar. Emily le confesó que sentados al borde del Sena, Dimitri le había declarado su amor.'

 

             —'¡Por fin!'— escribió—'Porque yo me enamoré de él, el mismo día que lo conocí' .

 

            Con tantas novedades y  detalles, la  pequeña estaba  viviendo  un  verdadero  cuento  de  hadas. Ahora, cada noche tenía alguna fantasía nueva con que soñar.

 

           La  sexta postal vino de Australia. Escribió que, a pesar de que allí se hablaba inglés, era muy diferente a Eu-ropa. Que era un país muy extenso y que hasta vio a unos canguros desde el tren. Contó también que había tenido mucho éxito en todas las ciudades donde habían actuado. Y, además, que era muy feliz con Dimitri. Después de terminar esa gira, dijo, viajarían a Estados Unidos, donde se casarían. El circo permanecería más de un año allí, para recorrer todo el país.

 

          '—Por un tiempo' —dijo— 'andaré muy ocupada. Con Dimitri consideramos la posibilidad de establecernos en Nueva York y, tal vez, dejemos el circo, porque a mi ya me ofrecieron un contrato para un importante teatro. Además, estamos planificando realizar un espectáculo en conjunto. Como verás, Marie, tenemos grandes proyectos para el futuro. Igual, siempre estarás en mis pensamientos y en mi corazón.'

 

          Agregó que, para que ella estuviera acompañada, le había pedido a su mejor amiga, que fuera a Berlín y se quedara a vivir con ella.

 

             Al  día siguiente a la hora de siempre, el cartero no dejó una carta, sino una encomienda que decía 'Frágil'.

 

            Atraídos  por  el alboroto  que había  causado la llegada del correo, los padres y la institutriz rodearon a la niña que, ansiosa, rasgó el papel y abrió la caja. Era una hermosa muñeca de pelo negro y vestido colorado que traía una nota en la mano que decía lo siguiente: 'Querida Marie, vengo de parte de Emily que te manda muchos cariños y me pidió que me quedara contigo. Me habló mucho de ti y, por eso, ya te quiero. Espero que también me llegues a querer a mí, tanto como la quieres a ella. Me llamo Charlotte.'    

 

 

              Por más que el calendario ya marcaba fines de otoño,  el día era soleado y  la temperatura agradable.  Ideal para  aprovechar a dar un paseo.  La   semana anterior  miss  Ellen había llevado  a la niña al zoológico  pero  sólo  alcanzaron a visitar una parte,  porque comenzó  a llover. Terminar  con el recorrido  por el  zoo era una opción, aunque ese día no  estaba  con ànimo para ello.También  podrían hacer una  excursión  en barco por  el  Spree, si salían temprano. Pero  tal vez, se dijo, sería mejor dejarlo para otro momento.  Al final,  se  decidió  por ir  al  parque Steglitz, donde había un precioso lago con cisnes y patos que  le encantarían a la pequeña.

 

              Desde que la familia Schulz la había  contratado  como institutriz durante un viaje a  Londres,  Marie había  progresado  mucho  con el  inglés.  Hablaba  en alemán con los padres  y en inglés si se dirigía a ella.  Cuando jugaba con  Emily, su muñeca, alternaba ambos idiomas. A pesar de tener su cuarto lleno  de  jugue-tes, Emily era su muñeca preferida. No salía sin llevarla a cuestas.

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