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Shadia Naim

       Conocí a Shadia cuando tenía dieciocho años. Cuando juntas, trabajábamos en Tellier & Cía., Agencia de Patentes y Marcas de la calle Cangallo. Sentadas frente a la máquina de escribir, cuatro copias con papel carbónico, una pila de carpetas, guardapolvo azul y luz artificial. Desde la oficina contigua, tabique de vidrio por medio, el jefe de la Sección Marcas nos controlaba, echando un vistazo por encima de sus anteojos. A veces, nos hablábamos sin mirarnos y sin mover los labios. Después, salía primero una, al rato la otra, y nos encontrábamos en el baño para intercambiar dos palabras.  Pero, al rato ya se escuchaban pasos que iban y venían frente a la puerta.

 

           Shadia era de ascendencia árabe, lo que se traslucía en sus rasgos. Enmarcaba el óvalo de su cara un brilloso pelo negro, corto, con las puntas dobladas hacia arriba, raya a un costado y, del otro, una pequeña hebilla con rosas recogiendo el flequillo. Desbordaba inocencia y frescura cuando sonreía, aunque siempre había en sus grandes ojos pardos una mirada profunda y melancólica. Casi no se maquillaba.  Por naturaleza introvertida, era tímida y muy reservada en lo personal y, sólo a veces, se sinceraba con Ethel, una compañera de la Sección Patentes, tercera oficina por el pasillo, pasando la nuestra. Vivía sola con la madre en un pequeño departamento alquilado de la calle Bolívar,  pegado a un edificio cuya obra se hallaba paralizada desde hacía años, debido a un pleito por estafa de la empresa constructora. Intrusos habían invadido el inmueble y, cada tanto, sacaban la basura acumulada, mientras los vecinos luchaban contra la proliferación de ratas. Paradójicamente, el frente tapiado, ostentaba grandes afiches de insecticidas y productos de desinfección.

 

            Nunca supe si el padre de Shadia había fallecido, si había abandonado el hogar o si ella era hija ilegítima, como solía  decirse por entonces. Jamás lo mencionó. La madre era modista y los viernes visitaba a las clientes a probar la ropa, llevar lo terminado o traer algún encargo nuevo. No atendía en la casa. Si bien no le faltaba trabajo, no podía contar con una entrada fija. Por ello, para incrementar los ingresos mensuales, Shadia hacía horas extras, manteniendo al día el fichero de patentes, junto con Ethel. Por lo menos allí, como les pagaban a destajo, no había ningún jefe que las controlara o  les prohibiera hablar.

 

            Completaba  el grupo Elsa de veinticuatro años que ya estaba algún tiempo en esa oficina. Bonita, de linda figu-ra, era coqueta y chispeante como buena hija de españoles. Se peinaba con los postizos de moda y traía una bolsita llena de cosméticos que utilizaba para retocarse un cuarto de hora antes de terminar la jornada. A mí, que con mis dieciséis años venía con la cara lavada, me maravillaba verla arreglarse con tanto esmero. Llamativas eran su boca sensual y sus largas pestañas, que recubiertas con varias capas de rimel,  daban un aire exótico a sus ojos. Ella fue la que me inició en lo que mis padres, por considerarlo vulgar, me tenían prohibido en forma terminante: el maquillaje. Aunque a lo único que me atreví, era a un toque de rubor y dos pasadas de lápiz natural, cuando llegaba a la puerta de casa,  con un pañuelo me frotaba los labios y las mejillas para borrar cualquier rastro de color, antes de entrar.

 

           Los  lunes, Elsa,  que tenía novio, siempre  venía  con algo nuevo  para contar, que  Shadia y yo escuchábamos con creciente curiosidad y excitación. No obstante, y a pesar de que nos llevaba algunos años y era muy pícara, Elsa se mantenía dentro de los rígidos cánones que imponían las costumbres familiares de la época: los novios  en  la sala sentados en un sofá, se  servía un café o un anís y rondaba por allí un hermano menor o algún familiar se hacía ver seguido para evitar excesos. Sólo en la penumbra de los zaguanes encontraban algún momento de intimidad, que se ponía 'peligroso', a medida que se prolongaba la despedida. Pero, siempre a tiempo, llegaba de la madre el grito oportuno de  'nena, es hora de entrar' que dejaban al novio como si le hubieran echado un balde de agua fría.

 

         Shadia, era  muy responsable  y cumplidora. Jamás  faltaba. Sin embargo, es probable que tuviera bajas las defen-sas y una gripe mal curada la obligara a guardar cama por unos cuantos días. El médico le recetó algunos remedios y unas ampollas. De la farmacia le enviaron a un joven estudiante de medicina que hacía su práctica en hospitales y aplicaba inyecciones para solventar sus gastos. Se puede decir, que con él entraron  en su casa de la mano, el amor y la muerte.

 

         Tan enamorada estaba cuando volvió recuperada que, hasta sus ojos, siempre algo tristes, habían adquirido brillo. No obstante, no lo comentó con nadie. Es decir, sólo Ethel fue, en parte, su confidente, Pero, no pasó mucho tiempo y, un buen día, vino con un pequeño ramo de flores, lo colocó en un vaso con agua y ruborizada anunció:

 

            —Chicas... ¡Estoy de novia!

 

            —Ya me parecía...—dijo Elsa abrazándola— ¡Picarona, te lo tenías guardado! 

 

            —Me alegro muchísimo —agregué— ¿Quién es? Cuenta, cuenta...

 

         —Después  —contestó nerviosa,  al descubrir que del otro lado del vidrio, por encima de los anteojos, le cla-vaban una mirada fría e inexpresiva. De inmediato,  ocupamos  nuestros respectivos puestos.

 

            —Nos reunimos en el baño a la hora del almuerzo —concretó Elsa y le guiñó un ojo.

 

            Riéndonos por dentro, las tres iniciamos al unísono con el repiqueteo monótono de las Olivetti. 

 

         Pasó algún tiempo en el que se la veía  feliz y contenta, como no  se la había visto jamás. Sin embargo,  su alegría duró poco. Un día, casi llorando, nos dijo que había terminado con él. La razón era que le exigía una prueba de amor, pero ponía obstáculos para casarse. Shadia sabía muy poco de él. Sólo que sus padres vivían en Bariloche. Con la excusa de la distancia, nunca encontraba la oportunidad para que los conociera. Jamás le presentó a algún amigo. Sólo iba  a verla a su casa. 

 

            Tal vez, él no había contado con esa drástica determinación y, obstinado, comenzó a asediarla hasta que logró vencer su resistencia. Ella accedió a retomar la relación, pero esta vez sí, con la promesa de matrimonio. Él estaba dispuesto, siempre y cuando se casaran  en Uruguay, donde ya existía la ley de divorcio.  

 

           Para  Shadia  fue  el  primer y  gran amor de  su  vida. El único. Enamorada como estaba, inexperta, cándida y por lo tanto confiada, se arrojó a su destino como a un abismo. Aceptó las condiciones y se casaron, sin la presencia de los padres de él, sin fiesta, sin nada. Por el momento vivirían en el departamento de ella junto con la madre, dijo. Cuando volvió a la semana, todas queríamos saber cómo le había ido y qué le había regalado. Nos mostró un anillo que,  me enteré recién por Ethel, lo había comprado ella misma para mostrarlo en la oficina.

 

           Recuerdo que  un tiempo después,  harta de ser sólo una simple mecanógrafa, me fui porque había encontrado un empleo como secretaria en otra empresa. A partir de allí nos mantuvimos en contacto por correspondencia.  

 

           Pasados  unos pocos meses, me siguió contando Ethel, él empezó a faltar de la casa, con la justificación de que en el hospital le habían asignado unas guardias. En una ocasión ya le había advertido que evitara llamarlo por teléfono y que, de hacerlo, de ninguna manera se diera a conocer como la esposa, con el argumento de que perdería el empleo si se enteraban que se había casado. No obstante ello, Shadia no pudo contener su ansiedad y lo llamó varias veces, presentándose como una amiga pero, la respuesta era siempre la misma: ‘en estos momentos el doctor no la puede atender.’    

 

         En la oficina Shadia trataba de disimular su  creciente  infelicidad y  gran desazón. Con frecuencia recurría a pequeñas atenciones que, según quería hacer ver, él habría tenido con ella.   

 

       Nunca nadie conocerá el grado de angustia y soledad de esta niña de tan solo 18 años, ni las probables recriminaciones que, sin duda le haría la madre, por haber desoído sus advertencias. Sólo cabe imaginarse de alguna manera así, su calvario:   

 

           Espantosas debían ser las noches vacías. Interminables las horas de una espera inútil, cuyo tormento la llevaría a la desesperación.  Inmóvil yacería con los ojos abiertos hasta recibir el día siguiente ansiando que, de nuevo llegue la noche. Noche que, una vez más, la sumergiría en un reiterado infierno. A la mañana, en el trabajo, tendría que fingir para ocultar sus sentimientos. Como él no aparecía ni atendía sus llamadas, debió ser insoportable su martirio para que, no obstante tenerlo prohibido, tomara la decisión de ir a verlo al hospital. La enfermera, no habría tardado en regresar para contestarle: ‘Lo siento, señorita, pero el doctor está ocupado en este momento.’ Y, mirándola con distante frialdad, agregaría: ‘de todos modos, usted debe estar confundida, porque el doctor dijo no conocer a ninguna Shadia’. Esa respuesta debió haber sido un latigazo en la cara, que la dejaría paralizada. Luego, pálida y afrentada se habría retirado, como una autómata, sin decir palabra.    

 

           Denodadamente  había  luchado contra  el  impulso de  ir a buscarlo, pero  al  final la había vencido su angustia y no pudo evitar correr al hospital. Sólo para sufrir semejante agravio, la crueldad de ese trato. Cuando pensó que él compartiría su alegría, la abandonaba y evadía toda responsabilidad. La dejaba sola, ahora que más lo necesitaba.   

 

          Para  Shadia  él  lo  era todo y ahora comprendía que, una vez satisfecho su capricho, ella ya no le significaba nada. Para él, sólo había sido una vulgar aventura o, quién sabe, acaso hasta una apuesta entre amigos. Había jugado vilmente con sus sentimientos. ¿Cómo era posible semejante infamia?¿Cómo describir ese tremendo desengaño? ¿Ese profundo dolor? ¿Qué diría su madre, cuyas advertencias había desoído? Tendría que tolerar su recriminación y las murmuraciones de los vecinos. ¡Cómo se reirían todos de su ingenuidad!  La mirarían con desprecio ¿Y en el trabajo? ¿Cómo reaccionarían en la oficina donde había mentido? ¿La dejarían en la calle? Y ella, ¿qué haría ella con su vida, entonces? ¿Cómo le haría frente a todo?  Atrapada entre sus angustias y la gran frustración, se sentía insegura y desamparada; apabullada por sus temores y sumida en la mayor de las vergüenzas. Pero ella no dejaría que la historia se repitiera.    

  

           Del embarazo, me contó Ethel con los ojos nublados, recién se enteró después de la autopsia. Ese viernes, co-mo siempre, salieron del trabajo y caminaron un trecho juntas y, antes de separarse,  Shadia le preguntó:    

 

            —¿Me acompañas a Paúl, acá a la vuelta?   

 

            —¿A Paúl? ¿Para qué?   

 

            —Quiero comprar veneno para ratas, porque ayer, del edificio de al lado, me entró una a la cocina.   

 

           —Ay ¿me disculpas? —le había contestado  Ethel con tono compungido—. Es que hoy vienen mis tíos a comer y se me va a hacer tarde —miró su reloj—, porque si pierdo el tren de las 20.40 hs., no tengo otro hasta las 21.15 hs.  

 

            —Está bien —había asentido Shadia, sonriendo apenas con la mirada baja.   

 

           —Bueno —dijo Ethel con otra sonrisa—, entonces, nos vemos el lunes —. Le dio un beso en la mejilla y se alejó presurosa.   

 

           —Sí El lunes —dijo Shadia y se encaminó lento hacia la esquina. Allí se detuvo y, saludando con la mano, se despidió por última vez, antes de doblar. 

 

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