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El callejón de las tipas

 

 

            Abrió la puerta y el aire frío de la noche le golpeó en la cara. Se puso los guantes y el pañuelo de seda blanco alrededor del cuello. Por un instante, su delgada figura se recortó contra el resplandor del interior. Bajó el escalón, miró a uno y otro lado, cerrá la puerta y se entregó a las sombras del callejón desierto. Sólo la luz de un farol en la esquina delataba los contornos de la hilera de tipas, cuyo follaje cobraba vida con el viento. Nicole apretó la cartera bajo el brazo, cruzó el tapado de nutria sobre su pecho y echó a andar con paso presuroso a pesar de sus altos tacones. Después de las últimas lluvias, una mòrbida y descolorida alfombra de hojas cubría la acera.

 

             Había sido otro día de magros ingresos, pensó preocupada. Desde que 'la vieja' incorporó a Ximena, su cliente-la había disminuido. Esa mocosa que se hacía llamar Neda, vulgar imitación de odalisca, no hacía más que pasearse meneando su pulposo trasero al son de la música árabe. Sí, esa tonta la había destronado. Nada menos que a ella, a 'la reina del Oriente', como la llamaban, no por su aspecto, sino porque 'Oriente' era el nombre del burdel.  Durante años había sido la predilecta gracias a su arte sofisticado en el amor y ahora, que había pasado los treinta, bueno, digamos que ya estaba rondando los cuarenta y ella calculaba que, con un tiempito más, estaría en condiciones de retirarse, aparecía esa chirusa. ¿O sería acaso una señal de que había llegado el momento para dejar ese maldito oficio? Últimamente, todas las mañanas, al mirarse al espejo, se hacía esa pregunta. Aunque, su rostro aún traslucía vestigios de una belleza pasada, era probable que, por un hastío de si misma, a ratos su cara adquiriera una expresión vulgar, el aspecto de una máscara obscena. Tantos años de sonreír, fingir y simular, habían dejado sus huellas. Sus rasgos comenzaban a caer marchitos, pesados sus párpados. Ya cedían las mejillas, convirtiéndose en profundas arrugas que bajaban hasta la comisura de los labios. El  maquillaje barato había hecho estragos en su piel. Desgastada y áspera tenía la voz, de tanto cigarrillo y alcohol. Daba la impresión de un ser humano cansado, que sólo sigue viviendo por inercia.  

 

         Debí haber pedido un taxi, pensó. Nunca antes, la había atemorizado la noche, pero  los  tiempos  habían cambiado. La violencia acrecentada por el uso de drogas tenía amilanada a la ciudad y la madrugada ya no era hora para andar sola por la calle. Y menos con ese tiempo. Trémula, echó  un vistazo entorno, se arrebujó dentro de su abrigo y aceleró el paso. Aún le faltaban algunas calles para llegar a la parada del ómnibus sobre la avenida. Las  más largas y oscuras.      

 

            

 

 

 

 

 

 

 

 

            

 

 

 

 

 

 

 

           

           

             Antes de cumplirse el año de una relación que fue todo,  menos la concreción de los sueños de una adolescen-

te, dio a luz una criatura. Tres meses antes de nacer la niña, el responsable se había esfumado sin dejar rastros. ¡Cobarde! Le salió del alma. ¿Pero, a qué venía recordar el pasado, justo ahora?    

 

 

          Se sobresaltó. Algo rozó su hombro. Era sólo una rama quebrada que se balanceaba por el viento. De ahí en adelante, con el corazón acelerado, se mantuvo alerta ante cualquier cosa que pudiera ver, escuchar o moverse por ahí. Mientras respiraba agitada, se contrajo aún más dentro de su abrigo.  

 

          Si no me hubieran echado de casa, pensó, otra habría sido mi vida.Por lo menos, se consoló, su hija estaba recibiendo una buena educación en un colegio de monjas. Por nada en el mundo permitiría que se repita la historia. Haría cualquier cosa Algo que cayó o bajó por el tronco de un árbol, pasó como una ráfaga delante de sus pies. Se estremeció y sacudió de asco, pensando que era una rata. Entonces vio unos ojos amarillos que brillaron en la oscuridad. ¡Maldito gato! pensó, sintiendo aún  el susto en el pecho ¿Cómo pude ser tan necia de no pedir un taxi? se lamentó de nuevo.   

                                                        

                                                        

 

 

 

                 

           

 

 

 

 

         

            Cada  vez se  sentía  más  hastiada  de  esa vida. Nunca se le había hecho tan interminable el recorrido. ¿Qué estoy esperando para dejar esto? Mañana mismo, le digo 'a la vieja' que me voy. Aunque con algún tiempito más, reconsideró, podría juntar más dinero. Entonces me mudaría con la niña a otro barrio y con los ahorros podría abrir algún quisco o, tal vez, hasta una lavandería o una mercería. Podría cambiar de vida y convertirme en una persona respetable. Incluso Un sonido incierto a sus espaldas, la estremeció. Prestó atención. Aunque amortiguados por la alfombra de hojas y el silbido del viento, creyó haber escuchado el crujido de una rama. Lo primero que le cruzó por la mente, fue una canción que había oído cantar a  Mireillle Mathieru “no mires hacia atrás en busca de extrañas sombras, cuando oscurece en París” No obstante sentirse absurda por recordar esa frase en ese momento, ello fue suficiente para que, aterrada como estaba, no se atreviera a voltear. Aunque hubiera querido echarse a correr, sólo atinó a caminar más rápido. Detrás, otro crujido más cercano. El corazón le palpitaba en la garganta. Después, sintió una respiración ya muy próxima y, de pronto, una mano que le presionaba el hombro. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Se detuvo. Las piernas parecían de goma. Se le doblaban las rodillas. Estaba a punto de desmayarse, cuando otra mano fuerte la tomó del hombro derecho, girándola y sosteniéndola al mismo tiempo.  

    

             Ante ella había un hombre del que sólo  veía el brillo de los ojos y una hilera de dientes blancos incrustados en

su sonrisa.  El resto de la cara era negra como la noche. Con la mano izquierda sacó de la oscuridad un lienzo blanco que sostenía de un extremo, entre el pulgar y el índice, agitándolo ante su cara. No dijo una sola palabra. Sonreía. Ella quiso gritar, pero no podía. Intentó correr, pero tenía los pies como si hubieran echado raíces. Sólo pudo mirarlo con los ojos fuera de las órbitas. 'Me va a ahorcar', pensó espantada y, ante la proximidad del final, '¿Qué va a ser de mi pobre niña? Quedará sola y sin protección, expuesta a los peligros de la vida'. Pero ni pensando en ella, logró reaccionar. El miedo la había paralizado. Sin dejar de sonreír, el hombre le rodeó el cuello con el lienzo e hizo un lazo. Ella, entregada, cerró los ojos.'Dios mío, sálvame y prometo dejar de pecar', recurrió en última instancia con devota vehemencia y desesperación, a quién ya tenía olvidado casi por completo. '¡Lo juro!', creyó necesario reforzar, mientras esperaba enfrentarse con lo ineludible. En cambio, sintió otra vez una mano sobre el hombro y, lentamente, abrió los ojos.     

 

 

            El desconocido, siempre con la misma imperturbable sonrisa, señalaba con la mano su propia boca y garganta, negando con un movimiento de cabeza. Ella no entendía nada. Entonces, él repitió el gesto, luego le mostró el chal y la señaló. Recién entonces comprendió que él era mudo y reconoció su pañuelo de seda blanco, que debió perder durante el camino.

 

 

 

 

      

               

         

        Le pareció que el callejón estaba más solitario que nunca. Otras veces se había cruzado con alguien que sacaba a dar la última ronda al perro, pero esa noche, esa noche no se veía un alma en la calle. Estaba ansiosa por llegar a su casa. Necesitaba sentirse cobijada. El viento sacudía las ramas con violencia, proyectando imágenes fantasmagóricas que bailoteaban a la luz de un farol. Jamás había pasado por momentos tan angustiantes. Tuvo miedo.

            Quien la conocio de joven, no la reconocería ahora. Había nacido en Barracas, en un cuarto sin ventana, detrás de la verdulería. Si bien su origen era humilde, fue criada con severos principios morales y, tal vez, por ser hija única de un matrimonio mayor, sus padres tenían grandes planes para ella. A pesar de que la familia apenas podía sustentarse de lo que daba la verdulería, más lo que ganaba don Paco con algunas changas que hacía en sus horas de descanso, con mucho sacrificio la mandaron a un colegio de monjas. Pero, ni bien salió, la niña se puso de novia con un recién llegado al barrio. Fue durante los carnavales. Coronada reina, recorría el desfile en una carroza, cuando alguien le arrojó una guirnalda de flores que quedó ensartada en su cuello como un collar. El muchacho le sonrió y ella, halagada, le devolvió la sonrisa..

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