Lía Renoldi
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En la cornisa
Impaciente por regresar a su país después de trabajar durante cinco años en Panamá, Irene llegó con bastante anticipación al aeropuerto de Tocúmen, para abordar el avión rumbo a Buenos Aires. Contrariada, se enteró allí de que el vuelo directo había sido suspendido por razones técnicas. Pero ella no estaba dispuesta a esperar un solo día más.
—Ubíqueme en cualquier otra línea —exigió—. Aunque sea, con escala.
Fue tan categórica que al empleado no le quedó más remedio que conseguirle un lugar en el próximo vuelo a Bogotá, con conexión a Buenos Aires para el mediodía siguiente.
—Los gastos de hospedaje corren por cuenta de ustedes, ¿no es así? —preguntó para asegurarse.
—Por supuesto, señorita. Es la política de la empresa en casos como éste —la tranquilizó el joven con una sonrisa.
Una vez en Bogotá y, después de recoger sus valijas, Irene buscó el depósito de equipajes a fin de no cargar con todo hasta el hotel sólo por una noche. Y, fue entonces, cuando tuvo la feliz idea de preguntarle al encargado si sabía dónde podría conseguir un taxi que la llevara al Intercontinental.
—¿Se aloja en el Intercontinental? —preguntó él mientras numeraba las maletas—. Vea, ahora mismo viene mi hijo y casualmente sale para el centro. Él la puede llevar.
—Gracias, pero no quisiera molestar.
—Por favor señorita, no es ninguna molestia. Ya tiene que estar por venir, sólo fue a llevar un paquete al auto.
Irene no supo qué decir, no quería ofender demostrando desconfianza. Mientras buscaba inventar algo a modo de excusa, apareció el hijo. Éste, un hombre delgado de rasgos angulosos, se dirigió al encargado y cambió con él algunas palabras que para ella no tenían significado.
—Oye, Pablo, la señorita deja su equipaje sólo por esta noche, porque continúa viaje mañana y necesita que la lleven al Intercontinental. ¿Puedes alcanzarla?
El tal Pablo la miró.
—Sí, por supuesto —contestó—. Si me espera un segundo... —agregó, saliendo del recinto.
—Señor, no quisiera incomodar a su hijo. Puedo tomar un taxi—insistió Irene—. Gracias de todos modos— dijo mientras se encaminaba presurosa hacia la salida del depósito. Pero en la puerta se topó con Pablo que regresaba a buscarla.
—Venga por aquí, señorita.
Ya era tarde, no tenía escapatoria. Tuvo que seguir a aquel desconocido por unos caminos laterales, de escasa iluminación. Pronto llegaron hasta un Ford Escort estacionado, donde vio a una mujer de espaldas que ocupaba el asiento del acompañante. Pablo abrió la puerta de atrás y la invitó a ascender. Aunque en realidad ella tenía ganas de salir corriendo, por vergüenza del papelón, subió al coche. La mujer ubicada adelante se dio vuelta y la saludó con cordialidad. Irene se sentó erguida en el asiento como para darse coraje y aparentar aplomo y desenvoltura.
—Me comentó Rolo que usted continúa viaje mañana —dijo la mujer, iniciando la conversación. Irene notó que Pablo o “Rolo”, como lo llamaba ella, ya la había puesto al tanto.
—Sí. Tuve que hacer escala en Bogotá, pero continúo viaje a Buenos Aires mañana al mediodía.
Entretanto, el hombre se había ubicado frente al volante.
—A veces ocurren estas cosas —acotó, arrancando.
—Pero no hay mal que por bien no venga —agregó la desconocida—. Así uno tiene la oportunidad de visitar la ciudad. ¿Conoce Bogotá?
—Muy poco —repuso Irene, molesta consigo misma por encontrarse en esa indeseada situación—. Estuve hace dos meses.
—¿De paseo?
—No. Por trabajo —. Aunque recelosa, Irene trató de que su voz sonara natural.
—¡Ah! Entonces no habrá tenido tiempo de conocer mucho. Mientras Irene, atenta al recorrido, se esforzaba por mantener una conversación, veía que el entorno se oscurecía más y más.
El hombre preguntó a la mujer algo relacionado con una beba. Ella respondió que estaba mejor y que había comido bien. Siguieron hablando entre ellos sobre temas particulares. De lo que Irene pudo comprender, dedujo que él tenía una familia por un lado y ella era “la otra” con una criatura.
—¡Qué distinto se ve el camino del aeropuerto de noche! —aventuró, al advertir que las luces aparecían y desaparecían por entre los árboles y se las veía cada vez más alejadas y muy abajo.
—Es que tomé un atajo que va por un sendero angosto de montaña —explicó Pablo, o Rolo—. Es menos transitado y se llega más rápido. Arriba es zona de residencias.
Callaron. Los argumentos de charla se habían agotado. Y durante todo el trayecto no se les cruzó un solo auto.
Entonces, el hombre se puso a silbar.
El corazón de Irene empezó a latir cada vez más rápido. 'Por suerte —pensó— la oscuridad no deja ver el pánico que se me debe notar en la cara.'
De pronto, tuvo una idea atroz: 'Estos son de las FARC o del ELN, o tal vez traficantes de drogas, los del Cartel de Medellín... Seguro que me van a asaltar... y después me tirarán por ahí...' Aterrada, sudó frío.
Hundida en el asiento trasero, amparada por las sombras y con el mayor de los sigilos, instintivamente, trató de sacarse los anillos y cadenas de oro y esconderlos entre su ropa interior. Lo mismo hizo con el dinero que, en parte, guardó dentro de los zapatos.
La mujer murmuró algo dirigiéndose al hombre, que Irene no alcanzó a entender. Él dejó de silbar.
Era una noche oscura, sin luna. Sólo la luz de los faros del Escort iluminaban el estrecho sendero de cornisa. De la ciudad, allí abajo, ni rastros. Irene no podía precisar si seguían subiendo o estaban bajando. El viaje se le hacía interminable. '¿Cómo pude ser tan necia —pensó— y arriesgarme a subir al auto de un desconocido?'
Sorpresivamente, luego de una curva muy cerrada, alguien en el medio del camino, los enfrentó con un reflector y, haciendo un gesto con la mano, dio la voz de alto. Pablo detuvo la marcha.
—¡Tú no hables! —ordenó a la mujer.
De la colina comenzaron a caerles encima individuos que rodearon el Escort. Irene pensó que se trataba de subversivos. Por los focos que los encandilaban, pudo contar tres: dos adelante y uno atrás. Pero había más, porque desde la oscuridad impartían órdenes y, ya en la luz, se acercaron apuntando con fusiles de asalto. Los hicieron descender. Incapaz de sostenerse en pie, Irene no podía dejar de temblar. El grupo procedió a inspeccionar el auto. Entonces se dio cuenta de que eran agentes del Cuerpo de Gendarmería. Cuando les pidieron los documentos, la linterna iba de su cara al pasaporte y viceversa. Irene estuvo a punto de decir algo, pero no se atrevió. Finalizado el control, les franquearon el camino.
Cuando continuaron viaje, Pablo y la mujer se miraron sin hablar. Irene tuvo la terrible sensación de que ellos pensaban: 'Esta vez zafamos'. Por la luneta trasera miró como el contingente quedaba atrás y después la luz se apagaba. Entonces, tuvo la horrible certeza de que había perdido su única oportunidad de salvarse.
Durante un buen rato, siguieron envolviendo el cerro en silencio. Por fin, después de otra curva, allí estaba, en el fondo, la ciudad de Bogotá toda iluminada. Irene sintió que el alma le volvía al cuerpo.
—¡Qué hermosa vista! —exclamó como una tonta, por decir algo.
—Estoy segura de que no conoce Bogotá de noche —dijo la mujer—. Si gusta, podemos mostrarle un poco —ofreció cordial—.¿No es cierto, Rolo? Además —giró en su asiento y rozó apenas la mano de Irene—, yo vivo cerca del centro. Puede quedarse en mi departamento hasta mañana, si desea.
—Es muy amable y se lo agradezco, pero la compañía aérea hizo una reserva en el hotel y de allí me vendrán
a buscar para llevarme al aeropuerto mañana.
Volvieron a hablar entre ellos en voz baja. Él encendió la radio y eso impidió que Irene pudiera entender. De a ratos aparecían las luces de la ciudad. Estaban dejando el cerro.
Otra curva y después, vuelta a la oscuridad. Una más y, de repente, se encontraron en un barrio de casas coloniales con faroles encendidos y desiertas calles empedradas.
Silencio. El hombre conducía a velocidad regular. Su compañera le hizo una pregunta. Él la miró sin responder. Cada vez que cruzaban una de esas bocacalles, Irene esperaba lo peor.
'Ahora sí me van a asaltar y arrojar del auto. Sólo están eligiendo el lugar adecuado' pensó, pegando su columna contra el respaldo.
Dijo algunas tonterías sobre la belleza de la construcción colonial. Hablaba en forma pausada, para disimular el temblor en su voz.
Atrás, a cierta distancia, los seguía un automóvil con los faros altos. Bajó la luz. 'Es una señal', se dijo Irene. El vehículo se mantuvo detrás de ellos por un rato y luego dobló. Ella no sabía si eso era bueno o malo. 'Seguro que se trata de un auto cualquiera', pensó. En los asientos de adelante, los dos se miraron, pero no dijeron palabra.
Doblaron en una de las calles. Y allí, bajo la plena luz de los reflectores, estaba la casa de gobierno. La tensión aflojó de golpe, desparramando a Irene en el asiento sin fuerzas para nada. Mientras tanto, Pablo le daba una explicación sobre la empalizada de protección que se había colocado en torno del edificio a consecuencia de un reciente atentado.
—Ya casi llegamos al Intercontinental —anunció la mujer, dándose vuelta y concediéndole una sonrisa tran-quilizadora.
Cuando por fin se detuvieron frente al hotel, Irene estaba exhausta.Tomó su cartera y el bolso de mano y, despidiéndose, agradeció la infinita atención que habían tenido para con ella. Con una hipocresía de la que nunca se habría creído capaz, les prometió que, si alguna vez decidían visitar Buenos Aires, ella les retribuiría con igual generosidad.
Temblorosa aún, bajó del auto y comenzó a subir con cuidado las escaleras del hotel, imprimiendo a sus pasos toda la dignidad y firmeza que le permitían las mullidas plantillas de dólares en sus zapatos.
Esa noche, los nervios no le permitieron conciliar el sueño. Por un lado, pensó en el peligro al que se había expuesto, al subir a un auto de desconocidos (no obstante todo lo que había leído en los diarios mientras vivió en Panamá) y, por el otro, la hacía sentirse mal el haber desconfiado de quienes habían sido tan gentiles de llevarla hasta el hotel.
A la mañana siguiente, apenas había terminado de desayunar, cuando en Recepción le informaron que ya es-peraba un remise para llevarla al aeropuerto. Salió. En efecto, frente al hotel había un BMW con el cartel de “Servicio del Aeropuerto”. El conserje la acompañó, le abrió la puerta del vehículo, le alcanzó su bolso de mano y le deseó buen viaje. '¡Qué lujo!', pensó Irene, mientras se instalaba cómodamente. Un vidrio la separaba del puesto del conductor. El hombre lucía uniforme, gorra azul, grandes bigotes negros y unos ridículos anteojos redondos. La saludó con voz ronca a través de un micrófono y partieron. Una música suave salía de algún parlante oculto y había en el aire un agradable aroma a flores. Irene se acomodó en el asiento para disfrutar de ese confort. Apoyó la cabeza en el respaldo y por la ventana miró pasar Bogotá. 'Por fin regreso a casa', suspiró feliz.
Debió de haberse quedado dormida. Sobresaltada, miró su reloj y vio que el avión ya debía estar en vuelo. Alzó la mano para golpear el vidrio, pero se detuvo horrorizada. Adelante, al lado del chofer, había una mujer. La misma de la noche anterior.