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Más profundo que el mar

            Tomó el cuchillo de la mesada y con todo el odio que  le  subía desde el estómago,  comenzó a  clavarlo una y otra vez sobre la tabla de picar, mientras con los dientes apretados murmuraba: '¡Lo voy a matar! ¡Lo tengo que matar!  ¡Lo quiero ver muerto!'

            Y así fue.

    

                                                                                             1

 

 

           Cuando él faltaba algunos días, ella ya deseaba que no volviera. Y, abandonarlo, no se animaba por temor. 'No se te ocurra dejarme, porque te mato', le había advertido él varias veces. Sin embargo, cuando el médico le confirmó su nuevo embarazo, se armó de coraje y se preparó para huir. ¡No se arriesgaría a perder otra vez a su hijo!  

 

        Hasta la casa llegaba  el estruendo de las explosiones en la playa. Morena creyó que ese era el momento oportuno. Puso una maleta sobre la cama y, con gran nerviosismo, se apresuró a empacar algo de ropa y algunos objetos personales. ¿Cómo pude equivocarme tanto? se preguntó.

 

         Se  había enamorado como una colegiala de un hombre que apenas conocía. Fue durante el verano pasado, recordó. El desconocido la deslumbró ni bien entró al bar. Rubio, alto, alrededor de treinta y cinco años, atlético, de ojos muy claros y una amplia sonrisa. Vestía jean y remera azul, que hacía resaltar aún más su bronceado. Era el príncipe con el que siempre había soñado desde que tenía dieciséis. Cuando se acercó a la barra y le pidió una cerveza, se la tuvo que reclamar dos veces, pues estaba anonadada.

 

            —Bien fría —recalcó el hombre.

 

         Morena se apuró con la bebida y le alcanzó un plato con ingredientes. Él no reparó en ella. Más bien parecía estar estudiando el ambiente o buscando a alguien. Al averiguar,  se enteró que era buzo y holandés.

 

          Pasaron  varios  días en  los que aparecía más o menos a la misma hora, bebía unas cervezas y hablaba con otros colegas. Una tarde, en la que estaba solo en el mostrador, ella se atrevió a iniciar la conversación, mientras le alcanzaba la cuarta cerveza.

 

           —¿Qué lo trae por estos pagos? ¿Está de vacaciones o trabaja para la empresa que desguaza el barco hundi-do?

            —Soy  buzo, experto  en  explosivos —le confirmó  él en buen español pero con acento y sin más explicaciones—.¿Y tú, que haces en un bar como éste?... ¿Eres la hija del dueño?

 

           —¿De  Pepe? ¡No! —contestó ella, sonriendo nerviosa—. Yo atiendo acá en verano. En invierno no hay nadie. Sólo los que trabajan en el barco.  Y eso depende de las mareas —aclaró, mientras repasaba el mostrador, por hacer algo.

 

            —¿Y qué haces en invierno?

 

         —¿En invierno? En invierno, pinto. Aunque todavía estoy aprendiendo Con lo que gano aquí, me pago las clases.

 

            —¿Ah, sí? —contestó indiferente el holandés, mientras con mirada distraída, recorría el entorno.

 

            —¿Vives todo el año acá?

 

            —No. Le dije que sólo en verano. Vivo en Necochea.

 

            —¿En Necochea? —volvió a mirarla—He oído que hay unos cuantos europeos allí —comentó  interesado.

 

            —Si. Algunos hay.

 

           —Dame  otra cerveza —y agregó— estoy buscando a un colega. A un tal Ducroix. Es francés ¿Oíste alguna vez ese nombre?

 

        —No.  Hubo, sí, un francés por aquí hace dos años  Bueno, creían que era francés, porque era rubio  y hablaba el idioma, pero algunos decían que era belga —comentó ella sirviéndole la cerveza—. Era guardavidas.

 

            El holandés  ya no parecía prestarle atención. Se mandó la cerveza como si tuviera que apagar un incendio.

 

          —Se  cree  que  le dio un  calambre o algo así,  mientras  trataba de salvar a un niño que se había internado demasiado, y se ahogó —siguió contando Morena—. Días después apareció en la playa el cadáver del muchacho —se ubicó frente a él, los brazos apoyados en el mostrador—. A Marcel nunca lo encontraron —. Dio toda esa explicación, ansiosa de prolongar el diálogo, pero él puso punto final a la charla, señalando la copa ya vacía.

 

          —Dame otra y cierra la cuenta —. Bebió también esa cerveza de un trago, pagó y, mientras giraba el taburete dispuesto a irse, se dio vuelta, la miró como midiéndola y sin rodeos le preguntó:

 

            —¿Qué haces a la salida?

 

            —¿Yo?... —titubeó. Sorprendida, no encontraba qué decir.

 

           —Te invito a comer. Pero no aquí —. Miró su reloj—, te paso a buscar en media hora... ¿Está bien? —preguntó guiñándole el ojo. Y dando por sentada la respuesta, se encaminó hacia la puerta.

 

          Morena  había quedado boquiabierta  por la sorpresa, después loca de alegría. ¡No lo puedo creer! ¡Se fijó en mí!, se dijo, mirando su reflejo en la vitrina donde estaban las bebidas. Era bonita sin descollar, pero sus dieciocho años estaban bien repartidos.

 

          Se apuró  a ordenar el mostrador. Enjuagó las  copas y guardó  las bebidas. Sólo quedaban dos parroquianos sentados a una mesa. Le pidió a Pepe que le hiciera el favor de encargarse de ellos. Fue al fondo del local. Se cambió la blusa y el pantalón por una falda. Pasó el peine por su pelo negro, ensortijado, y le dio un toque de color a sus labios. Se miró al espejo y se vio como Jennifer Jones. en “Duelo al sol”. Ella buscó de ver esa película, después de que alguien le había dicho que ella era idéntica. Aunque hubiera querido estar mejor para esa ocasión, se sentía inmensamente feliz. Iba a tener su primera salida con un verdadero hombre. Con el hombre de sus sueños.

 

         El  “Nicolao P”, del  que sólo emergía la  popa, se encontraba encallado  desde hacía años en una angosta y profunda grieta cerca de la playa, hasta que una empresa extranjera lo compró para desguace. Su ubicación hacía muy difícil y peligroso el acceso de los buzos para colocar la dinamita, ya que sólo disponían del tiempo que duraba la marea baja. Un fuerte oleaje en esa ubicación, podría costarles la vida. De ahí que se contrataran a buzos especializados. Del holandés se sabía que se llamaba Vincent van Klingenheimer y que era uno de los mejores en su profesión. El apellido nadie lo podía repetir. Algunos lo llamaban Vincent pero, al final, terminaron utilizando el apodo de “el holandés”.

 

          Morena conocía poco de él. Sólo hablaba cuando estaba bebido, de  cosas que ella no entendía. Y si le hacía alguna pregunta personal, la dejaba sin respuesta o le decía: 'No hay nada que pueda interesarte'.  Aunque introvertido, podía ser encantador cuando estaba sobrio, pero se ponía violento cuando bebía. Entonces repetía una y otra vez: 'Tengo que encontrar a Ducroix' 'Lo tengo que encontrar'. La sola mención de ese nombre, le hacía relampaguear los ojos.

 

                                                                                           

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                                             

                                                                                             2

 

 

           Estaba por cerrar la valija cuando de improviso, como si lo hubiera presentido, apareció el holandés, abriendo la puerta de un puntapié. Aún era de mañana y ya estaba borracho.

 

         —¿A  dónde  crees que vas? —dijo apoyándose en  el marco—. ¡Nadie abandona al  holandés! ¿Me oyes? ¡Nadie!  —Tomó la maleta y la arrojó contra la pared, quedando el contenido desparramado por el suelo. A ella le dio un empujón que la hizo caer sobre la cama. Le arrancó la ropa y la violó. Una tras otra, se podían oír las explosiones de la dinamita en la playa.

 

          Esa  tarde, cuando  llamaron a la  puerta, Morena  estaba  sola. Un hombre de unos cuarenta y cinco años, de aspecto extranjero,  campera y gorra negra, le preguntó:

 

            —¿Vive aquí Vincent, Vincent van Klingenheimer?... Soy Ducroix.

 

           —¡Ah!... Ducruá —Morena  no  pudo evitar una exclamación de sorpresa y luego,  tratando de recobrar un tono de indiferencia, respondió—, sí señor, pero no está en casa.”

 

            —¿Sabe dónde puedo encontrarlo? —preguntó el francés arrastrando la “r”.

 

            —No sé... a esta hora... —titubeó—, realmente no sé. Tal vez, en el bar. El que está frente a la playa.

 

         —Muchas gracias,  señora  —y volviéndose, agregó—,  por si no lo encuentro y él regresa, dígale que Philip Ducroix lo estará esperando en el bar—se quedó mirándola un rato—. Ha sido muy gentil, señora —dijo con una leve inclinación de cabeza, antes de retirarse.  Morena cerró la puerta y se apoyó en ella. Se terminó la búsqueda, pensó no sin cierta preocupación.

 

          Apenas habían pasado quince minutos cuando, dando tumbos mientras bebía de la botella, entró el holandés, como nunca lo había visto. Ella estaba en la cocina picando verdura.  Le informó de la aparición de Ducroix y le dijo que éste lo esperaba en el bar, pensando que le daba una buena nueva.

 

         —¡Estúpida! ¿Qué has hecho? —le increpó  iracundo el holandés—  ¿Dejaste ir a Ducroix? ¡Debiste haberlo retenido aquí! —. Se movía como una fiera dentro de la jaula— ¿Lo enviaste al bar? ¿Dejaste que el francés se fuera? —. Se balanceaba de un lado a otro con la botella en alto— ¡Eres una estúpida! —volvió a gritarle furioso— ¡Una estúpida!

 

         Entonces, se abalanzó sobre ella para golpearla, pero trastabilló, la botella se le escapó de las manos y voló contra la ventana, rompiendo el vidrio. Eso lo irritó tanto, que comenzó a sacudirla y a pegarle con los puños en la cara y en el pecho. Ella buscó resguardo en un rincón de la cocina y para proteger su vientre se agazapó cara a la pared, cubriéndose la cabeza con las manos. Él terminó dándole puntapiés, mientras vociferaba:

 

           —¡No sirves para nada! ¡Eres una inútil! —y sólo la dejó para ir a buscar el revólver y salir de la casa, mientras continuaba gritando— ¡Eres una estúpida! ¡Unauna  estúpida!

 

           Con  gran esfuerzo Morena se levantó  del suelo, asiéndose de la pata de la mesa. Se apoyó contra la mesada de la cocina. Apenas se podía enderezar. Le dolía todo el cuerpo, la espalda. Le costaba respirar. Sentía que le estallaba el corazón. Se abotonó la blusa y se quitó el mechón de pelo que le caía sobre la cara, dejando al descubierto su ojo amoratado. Sentía un sabor dulzón en la boca. Tomó un repasador y se secó la sangre que le brotaba de la lengua y del labio inferior.

 

            —¡Cerdo! —exclamó—. ¡Estoy harta! ¡Harta!... ¡No aguanto más!

 

           De  pronto, tomó  el  cuchillo y  con todo el odio que le subía desde el estómago, comenzó a clavarlo una y otra vez sobre la tabla de picar, mientras  farfullaba entre dientes— ¡Lo voy a matar! ¡Lo tengo que matar! ¡Lo quiero ver muerto!...Cuando vuelva, lo mato... ¡Lo mato! —repitió con firmeza.

 

          Morena parecía enajenada. Apoyada contra la mesada, la mirada centelleante fija en la entrada a la cocina, la mano apretando el cuchillo, se quedó esperando el regreso del holandés.

 

          El  bar quedaba apenas a escasos cien metros de la casa. Había oscurecido. Ella seguía parada inmóvil en el mismo lugar, esperando. El viento golpeaba de tanto en tanto la puerta de la casa que había quedado abierta. Una tenue luz de la calle se filtró en el ambiente contiguo.

 

         Poco después, fracasado su encuentro con Ducroix, el holandés volvió hecho una fiera. Con la botella en una mano y el revólver en la otra, empujó la puerta con el cuerpo e irrumpió en la cocina, mientras vociferaba amenazante:

 

         —¡Maldita! Por tu culpa lo perdí —. Al tanteo buscó el interruptor y encendió la luz. La encontró tal como ella había quedado aguardándolo.

 

       Por primera vez, Morena lo vio como un extraño. Ese desconocido que tenía delante, estaba desgreñado, desencajado y con barba de varios días. Sus ojos relampagueaban y sus movimientos eran torpes y violentos al mismo tiempo. Su sola presencia era  aterradora.

 

            Estupefacto, él reparó en la actitud de ella.

 

         —¡¿Qué?!... !¿Tu pensabas matarme?! ¡¿Matarme con eso?! —preguntó  con  sarcasmo, mientras agitaba la mano en la que tenía el  revolver señalando  el cuchillo que ella aún sostenía en la suya. Largó una sonora carcajada pero, de pronto, su cara se transformó, sus facciones se endurecieron y un odio oscuro brilló en sus ojos. Ella, paralizada, retuvo el aliento.

 

         —Mereces  que te mate por estúpida y traidora —dijo masticando cada sílaba,  mientras  se  esforzaba  por  mantenerse  en  pie.

 

           Totalmente  fuera  de sus cabales, sintió la imperiosa necesidad de descargar el arma contra alguien. Levantó la

mano, entrecerró sus ojos y le apuntó.

 

            —Vince... —lo detuvo una voz inconfundible a sus espaldas.

 

          Sorprendido,  éste  hizo  un giró  instintivo sobre  sus talones, al tiempo que descerrajaba varios disparos a  la oscuridad del cuarto contiguo. La respuesta fue inmediata y certera. El holandés tambaleó y, antes de desplomarse de bruces sobre el piso, alcanzó  a  ver  a Ducroix que emergía de las sombras. El francés se acercó y lo observó  un instante.

 

        —El odio puede ser más profundo que el mar —dijo,  arrojando su arma junto al cuerpo tendido y, al ver el desconcierto reflejado en los ojos espantados de Morena, agregó:

 

           —Uno de los dos tenía que ser. 

 

 

 

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