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El día de todos los Santos

 

                                                                                                     1

 

 

 

         En todos los  años  que Celina viajaba a “Los Sauces”, nunca hubo semejantes destrozos. Lo veía desde la cubierta del catamarán: de las casas más precarias volaron los techos, gran parte de las empalizadas estaban destruidas, los jardines devastados, muchos árboles arrancados de cuajo. Durante dos días ninguna embarcación había podido acercarse a las islas. El Luján seguía muy crecido y las aguas turbulentas arrastraban todo aquello que el furor del vendaval había derribado.

 

         Celina miró el cielo: ráfagas constantes empujaban las nubes permitiendo que, de a ratos, asomara el sol. El recorrido se hacía largo: navegaban abarrotados de gente y de mercadería, y había que desembarcar provisiones y recoger o dejar pasajeros en uno y otro lado de la costa. Abrió el bolso, hizo a un lado el conejo de peluche, sacó los Gitanes y encendió uno. Un grupo de remeros del club La Marina pasó el catamarán como si nada. Celina apartó la vista. No soportaba ver aquellos frágiles botes en esas aguas traicioneras. Le traían malos recuerdos. Tampoco le gustaba el Delta; en realidad, lo detestaba. La enloquecían los mosquitos y las fangosas y turbias aguas  la intimidaban y le repugnaban al mismo tiempo. 'Ven, date un chapuzón', solía decirle Luis que había crecido en "Los Sauces", antes de lanzar su metro ochenta desde el muelle. Y, ya en el agua: 'Ven, no seas tonta'. Entonces, sólo por complacerlo, bajaba con cuidado uno a uno los peldaños de la escalera. Había aprendido a nadar mirando cómo lo hacían otros y adquirió un 'estilo propio', según lo llamaba él. Pero se fatigaba pronto: no sabía coordinar la respiración; y, por más que Luis había tratado de enseñarle, cuando se encontraba en apuros se olvidaba de todo. En las aguas transparentes de una piscina se sentía más segura; pero en ese río barroso prefería quedarse donde pudiera hacer pie, tratando de mantenerse a flote para evitar pisar el fondo. Cuando sus pies se hundían en el lodo, si algún pez o planta la rozaba, comenzaba a saltar y gritar histérica. Tan loca se ponía, que se arriesgaba a ahogarse en apenas medio metro de profundidad. Pero aún así, hacía ese sacrificio para darle el gusto a Luis.

 

           Celina  se habría  deshecho de la isla hacía rato si no hubiera sido por Ramona, a quien instaló en la casa con su hijo recién nacido. Desde entonces, ella iba todos los fines de semana. Y, como no tenía hermanos ni hijos y había quedado viuda antes de los cuarenta, con el tiempo se fue estableciendo entre ellas un vínculo familiar.

 

            —Próxima  parada, “Los Sauces” —anunciaron por el megáfono.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

            Celina arrojó la colilla al agua, juntó los bolsos y se preparó para bajar. El catamarán se acercó al desembarca- dero. Un peón lo aseguró con una soga al muelle y ayudó a Celina, alcanzándole los bultos. Después, siguió viaje río arriba. 

           Como siempre, Ramona la esperaba con Torito. El perro había seguido atento el amarre y la descarga, y ahora saltaba y ladraba alrededor de Celina, mientras Ramona se las arreglaba con los bolsos. Juntas enfilaron hacia la casa, Torito al frente.

 

            Celina se detuvo.

 

           —¡Mis pobres hortensias! —exclamó, al ver el enorme cantero aplastado bajo el ceibo. El jardín era un cemen-terio de ramas, papeles, latas, maderas y bolsas plásticas. Hay que hacer todo de nuevo, pensó evaluando los daños— ¡Mis hermosas hortensias!   

 

            —En la casa hay floreros llenos —dijo Ramona—. Recogí las que estaban desparramadas.

 

         —Después  de lo  que  he visto durante  el recorrido —dijo Celina, agradeciendo con un leve movimiento de cabeza—, doy gracias a Dios de que los destrozos no hayan sido mayores—. Y, ya frente a la entrada— el parque se recupera pronto... Es una suerte —agregó mirando hacia arriba— que el verano pasado reparara el techo —. Notó que Ramona parecía querer decirle algo—. ¿Qué ocurre?

 

           —Bueno, señora —titubeó  Ramona—. Yo  pensaba  contárselo  más  tarde —. Depositó  un bolso en el suelo para abrir la puerta de alambre tejido, dando paso a Celina—. Ayer, después de que hablamos por teléfono, el sauce viejo, el que da al arroyo Yacaré, cayó contra la casa, sobre la habitación donde están guardadas las cosas de su marido. Y rompió la ventana y unas cuantas tejas. ¡No sabe el susto que nos dimos anoche!

 

           —Debí haberlo  sacado hace tiempo a ese sauce —dijo Celina, dejando sus bolsos sobre la mesada—. A ése y a otros más —y entonces una imagen desagradable se le cruzó por la mente: la oscura bóveda que los árboles formaban sobre el arroyo.

 

           —Siéntese mientras hago un café —dijo Ramona, y puso la pava al fuego—. Después la acompaño y vemos el resto.

 

          Celina se acercó a la ventana con vista al arroyo, desde donde tuvo otra perspectiva de los daños. Luego, se sentó a la mesa.

 

        Tendremos que hacer una nueva empalizada, Ramona. Los sauces socavaron la tierra,y el Yacaré está trayendo más agua que antes.

 

            —Si no estuviéramos en una esquina, sólo habría que preocuparse por el frente, como los vecinos.

    

            —Es  cierto —reconoció  Celina. Y,  señalando  el paquete envuelto  en papel  marrón—,  mira, te traje las telas y los hilos que me pediste.

 

            —Ah, bueno,  gracias. Después los veo.

 

            —¿Cómo te va con la costura?

 

          —Bien.  Por suerte, tengo bastante trabajo. Además de los arreglos y algunas hechuras, la vecina de enfrente me encargó dos vestidos y prometió que me va a recomendar a unas amigas.

 

            —Me alegro, Ramona, me alegro... ¿Y los niños?

 

            —Sol aún no se despertó, y aquél —hizo un gesto hacia el comedor— está adelantando algunas tareas, porque tuvo que faltar al colegio.

 

            —'Aquel',  se llama Santos, Ramona —la corrigió Celina.

 

            —Sí, ya lo sé. El nombre  lo tiene por usted, pero de santo no tiene un pelo  —. Se corrió para poder ver al niño que, sentado a la mesa con los dedos en la boca, se inclinaba sobre el cuaderno. —¡Nene, ven a saludar a la madrina! —ordenó Ramona, desplegando un mantel sobre la mesa— ¡Y deja de comerte esas uñas! ¿Quieres? ¡No sé qué voy a hacer con este crío! Ahora le dio por comerse las uñas.   

 

            —Son cosas de la edad, Ramona. Ya se le va a pasar —la calmó Celina.

            —¡Nene! ¿No me oíste? ¡Te dije que vinieras a saludar a la madrina!

            El niño se levantó de mal grado y entró a la cocina con la boca apretada en un gesto de disgusto.

            —¡Hola, Santos! —Celina le abrió los brazos—. ¿Cómo te va?

            Él, con la cabeza gacha, sólo se encogió de hombros.

            —Véale las manos —dijo Ramona—.Semejante grandulón y se come las uñas.

            Santos se ruborizó. Cerró las manos e instintivamente las ocultó detrás de la espalda.

           —Toma —le  dijo Celina,  ignorando el  comentario  de  Ramona—, te traje el libro  que me pediste y los cara- melos que te gustan.

            Por un instante levantó sus oscuros ojos marrones, y, sin una palabra, tomó el paquete y salió de la cocina.

            —¡Nene! —gritó Ramona—. ¡Ven acá inmediatamente y dale las gracias a la madrina!

            —No lo reprendas siempre, Ramona. 

            —¡Es que me va a volver loca!

            —Sólo tiene trece años. Todos los niños son rebeldes a esa edad.

            —Pero no como éste —dijo Ramona. Fue poniendo tazas en la mesa— ¡No como éste, se lo aseguro!

          —¡Hola, Sol! —Celina se sorprendió al verla en la entrada de la cocina, abrazada a su oso de peluche—. Creí que todavía estabas durmiendo...  ¡Qué linda con ese pijamita!

            Sol inclinó la cabeza hacia un costado y torció el pie izquierdo.

            —¿Quién te lo hizo? ¿Mamá?

            —¿Qué me trajiste? —preguntó Sol.

            —Saluda a la madrina, mi amor —dijo Ramona, sirviendo el café.          

          Sol  se acercó y, en puntas de pie, estiró la cara hasta la mejilla de Celina. Después del beso, miró curiosa el bolso sobre la falda.

            —¿Qué me trajiste? —repitió.

            —Te traje un conejo —dijo Celina hurgando en el bolso.

            —¿Un conejo de verdad?

            —Uno para que juegue con tu osito. Mira, aquí está. ¿Te gusta?

            Sol miró el juguete con sus grandes ojos azules.

            —¿Te gusta? —volvió a preguntar Celina.

            La pequeña asintió, lo tomó con la mano libre y salió corriendo hacia el comedor.

            —¿No es una muñeca? —dijo Ramona orgullosa.

            —Sí, es un encanto —contestó Celina siguiéndola con la mirada.

            —Es muy dulce y además, obediente. No como el hermano... Ese salió igualito  al padre.

          —Bueno, eso no lo sé —dijo Celina fastidiada, cansada de escuchar siempre las mismas quejas sobre el mu-chacho.

            —Pero también debe tener algo tuyo. Es tu hijo, Ramona.

         —¡Qué va! De mí no heredó nada... Usted a Javier no lo conoció. Yo apenas tenía quince cuando me quedé embarazada. Él me prometió que, si lo dejaba entrar a la casa cuando no estuvieran los patrones, se casaría conmigo. Bueno, para qué se lo voy a contar de nuevo, si usted ya conoce la historia —pero no obstante prosiguió —, Javier tenía veintitrés años y hacía conmigo lo que quería...

            —¿Tienes azúcar? —preguntó Celina, harta.

           —Ah —se disculpó Ramona—,  siempre me olvido porque yo lo tomo amargo... Y, al final, un día lo dejé entrar —puso la azucarera sobre la mesa—. Los señores llegaron antes de hora, y Javier apenas logró escapar por la ventana, dejando una bolsa llena de cosas de plata que pensaba robar. Yo, ni cuenta que me había dado. ¡Se lo juro!... ¡Tan embobada me tenía el maldito!

            —Y te echaron a la calle esa misma noche —recitó Celina.

            —Y me echaron a la calle esa misma noche...A Javier nunca más lo ví —un destello de rencor brilló en sus ojos lacrimosos—. Mire, no quiero ni acordarme lo que sufrí por culpa de ese desgraciado —atajó una lágrima con la punta del delantal.

            —Bueno, Ramona Ya no pienses más en ello.

           —Es que no puedo  olvidarme —dijo resentida, tratando  de  reponerse—. No  puedo  olvidarme de la angustia que pasé los días que anduve vagando por las calles sin saber qué hacer, ni a dónde ir. Hasta que me encontró usted.

           —Sí,  aún  tengo  muy presente  esa noche —dijo Celina, atrapada al final por el recuerdo—. Hacía unos meses que se había... que había fallecido mi marido —hizo una pausa mientras revolvía el café—. Era el día de Todos los Santos, con un frío inusual para comienzos de noviembre. Yo había ido al cementerio.  Después  pasé  por la  casa de una amiga y se me hizo algo tarde. Ya casi era de noche y amenazaba lluvia cuando regresaba por el camino de la costanera.

        Sí, lo recuerdo bien. Se arremolinaba la garúa en un viento helado. La calle estaba vacía. De pronto te vi, iluminada apenas por la escasa luz de un farol, apoyada contra el parapeto, mirando el río. Tuve un mal presentimiento. Clavé los frenos, me bajé del auto y corrí —Celina extendió la mano hacia el paquete de cigarrillos, sacó uno y lo encendió—. Estabas a punto de arrojarte al agua —exhaló el humo con fuerza—. Te cubrí con mi impermeable y te llevé a un hospital. Volabas de fiebre.

         —Sí, usted me lo contó, porque yo de  eso no me acuerdo bien —Ramona hizo un gesto, como  quien duda de su propia memoria—. Para mí, la recuerdo haber visto por primera vez, cuando me vino a visitar al hospital de las monjas.

        —Claro, cuando  te recuperaste, después de unos días. Las monjas me informaron de tu embarazo. Y me aconsejaron que, ya que no tenías familia, te dejara con ellas para mayor seguridad. Por lo menos hasta que dieras a luz.

            —Sí. Si no me hubiera quedado con las monjas, no lo habría tenido. ¡Juro que no lo habría tenido!

           —Bueno, Ramona, basta  con eso. Aquello  pasó  hace  tiempo. Santos  no  tiene  la  culpa. Él es tu hijo —dijo Celina, enérgica. Y, en voz más baja— te puede oír —se inclinó para ver hacia el comedor,  y se topó con unos ojos brillantes. Ojos de animal herido.

          Al  ver que lo observaban,el niño pateó las patas de una silla por debajo de la mesa. Con rabia se metió los dedos en la boca.

           —Nene, te estoy viendo ¡Deja de comerte las uñas! —gritó  Ramona con fastidio—. Esta criatura me va a volver loca... Loca me va a volver, le digo. 

           El  niño se levantó bruscamente haciendo caer la silla. Lanzó una mirada rencorosa a su madre y, desafiante, se puso las dos manos en la boca, dio un puntapié a la puerta y salió.

          —Ramona —dijo  Celina,  molesta—, ya me contaste mil veces lo de Javier. No sé por qué tuviste que volver a sacar ese tema justo hoy.

           —No  lo sé, señora —contestó Ramona, incómoda—. No lo sé...Será que la tormenta me trajo malos recuerdos.

           —Además,  estás hostigando demasiado al muchacho. Tenle un poco más de paciencia. ¡Es sólo un niño!

           —Sí,  es  sólo un niño  —suspiró Ramona—.  Pero es que a veces…,  a veces me saca de las casillas,  le digo.

No lo puedo evitar. Es más fuerte que yo —parecía arrepentida—. Voy a vestir a Sol —dijo después de un silencio—. Ya regreso.

 

 

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