Lía Renoldi
Cuentos para leer y novedades literarias
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Como la hiedra ("Evelyne" de James Joyce, veinte años después)
De regreso a su casa, Evelyne apretó el paso por el camino de todos los días. Grandes nubes del norte habían traído la nieve que cayó, sin interrupción, durante la tarde. Ahora, una helada llovizna descendía sobre la calle desierta. El cielo negro descansaba sobre gruesos copos blancos que cubrían los techos de las casas. En muchas ventanas ya se veía luz. Evelyne se sentía cansada. Cada año, durante diciembre, se duplicaba el trabajo en la tienda por las fiestas navideñas. Había que decorar vidrieras, clasificar las prendas, atender a las clientes y no dejar de sonreír. Para colmo, durante todo el día, madam Flynn no había cesado de hostigarla con su tan odioso tono de voz y las mismas palabras con las que antes lo hacía la señorita Gavan.
—Por favor, señorita Hill, muéstrele a la señora O´Connor el modelo que entró ayer, el violeta. Y traiga también
el beige. ¡Apresúrese, señorita Hill, la señora no tiene todo el día para esperar!
Sólo a ella se dirigía de ese modo. Pero ya estaba acostumbrada. Siempre, alguien en la tienda le había tenido tirria.
Tampoco la dueña la consideraba. Cuando una enfermedad la condenó a la silla de ruedas y no pudo seguir al frente del negocio, decidió tomar a una persona de afuera para que se hiciera cargo, en lugar de darle esa oportunidad a ella, que era la más antigua de las empleadas. Pero Evelyne ni siquiera se animó a protestar.
Desde que quedara sola, sólo su hermano Harry se preocupaba por ella. En sus cartas siempre le daba con-sejos y aliento cuando se sentía triste y melancólica. Hacía años que ya no decoraba iglesias. Ahora era cura de una pequeña parroquia en Melbourne. Evelyne se sintió con derecho de reemplazar la imagen amarillenta del sacerdote, compañero de su padre, por la foto de su hermano en el cuadro colgado en la pared, junto al grabado de la beata Margaret Mary Alacoque. Para ella fue toda una conquista. Un verdadero desafío a su padre.
Al llegar a su casa, como de costumbre, revisó el buzón. Tuvo una grata sorpresa: había dos cartas. Antes de entrar, sacudió la humedad de su abrigo.
Tal como esperaba, una era de Harry. Sin duda, con saludos para las fiestas. Con asombro leyó el remitente de la otra: Buenos Aires. Frank. La sostuvo en sus manos, sin atreverse a abrirla.
Frank… La última vez que lo había visto, ella tenía diecinueve años y de aquel encuentro habían pasado algo más de veinte.
Fue a la cocina por una taza de té. Tomó la bandeja floreada para llevar la tetera, el azúcar y la leche, y se encaminó hacia la sala. Se sentó en el gran sillón bordó frente a la ventana y con sumo cuidado rasgó el sobre y extrajo una hoja doblada en tres. La carta comenzaba así: “Querida Poppens“ (Amapola). Así era como Frank solía llamarla con cariño. “Estoy seguro de que te sorprenderá recibir noticias mías, después de tanto tiempo. John, el hijo de la familia que me daba alojamiento cada vez que paraba en Dublin, estuvo por unos días aquí, en Buenos Aires. Por él supe que no te has casado.”
Le contaba que decidió abandonar los viajes para poder formar un hogar. Tenía dos hijos varones que el próximo año entrarían a la facultad. Que era viudo desde hacía ya algún tiempo. “Te envío estas fotos, y espero recibir alguna tuya” decía en la carta. Que también le agradaría saber acerca de su vida. Que nunca comprendió por qué, en aquella oportunidad, no se había ido con él. “Jamás pude olvidarte”.
Alterada por la emoción, esa noche Evelyne no logró dormir. El pasado volvía a su memoria. Como si fuera ayer, recordó a Frank con su gorra de visera echada sobre la nuca, cuando iba a buscarla a la salida de la tienda. Después, sus encuentros en secreto, debido a que su padre le había prohibido, terminantemente, continuar las relaciones con “un marinero” que hoy estaba y mañana no. En cada minuto del insomnio volvió a vivir el arrepentimiento: ¿Por qué no habría tenido el valor de seguirlo?
A la mañana siguiente, escribió una larga respuesta: Ella tampoco había dejado de pensar en él. No le costó mucho reconocerlo.
A partir de entonces, mantuvieron un intenso intercambio de correspondencia. Era curioso:cuando había perdi-do toda esperanza, la vida volvía a florecer en esas cartas. Ya no le afectaban las observaciones hirientes de la señora Flynn, ni que en el pueblo la llamaran 'solterona' o que sus amigas, todas casadas, jamás la invitaran a las reuniones.
Había dedicado su vida entera a la familia. Después de la prematura muerte de su madre, debió atender el hogar y hacerse cargo del cuidado de los niños. Luego sobrevino la enfermedad del padre, que acentuó aún más ese carácter hostil hacia ella. Durante quince años, Evelyne aguantó sus agresiones sin quejarse. Su triste existencia se había limitado a trabajar de lunes a viernes en el local, y a limpiar la casa los sábados y domingos. Nunca había transpuesto los límites de la ciudad natal. Su hogar fue siempre una especie de caparazón que la aislaba y protegía de cualquier influencia.
Pero, por fin, tenía la oportunidad de romper con la monotonía de su vida. Se casaría y sería respetada. Y Frank la amaba. Tendría alguien con quien hablar, con quien compartir. Alguien por quien vivir. Con él estaría a salvo. Protegida.
Tomó la carta dispuesta a llevarla al correo. Antes de salir, se echó una mirada en el espejo. Tendría que hacer algo con su pelo, pensó. ¿Tal vez un corte moderno? ¿Y si después no le gustaba a Frank?... No, mejor lo dejaba así. A sus espaldas, colgada en la pared, veía el reflejo de la foto de Harry, con sotana. Era como si la estuviera bendiciendo todo el tiempo. Sus ojos recorrieron cada uno de los muebles y objetos del cuarto. Jamás se había atrevido a moverlos de su lugar. Pasó su vida limpiándolos y lustrándolos, como quien asea el propio cuerpo. Y, ahora, había llegado el momento de dejar estos trastos viejos, había llegado el momento para cumplir un sueño. Frank ya se había ocupado de los arreglos necesarios. La llevaría a vivir a un moderno departamento en una elegante zona de Buenos Aires. Una nueva vida la esperaba.
Salió rumbo al correo. Algunos niños corrían arrojándose nieve en aquella radiante mañana de sábado. Recor-
dó su propia infancia, cuando aún vivía su madre y ella jugaba en el campo con sus hermanos y otros niños. Recordó a su padre, echándolos con el bastón de ciruelo silvestre; aunque, por lo general, Keogh, el pequeño lisiado del grupo, montaba guardia y avisaba a tiempo cuando lo veía acercarse. Sí, podía decir que había tenido épocas felices. Pero cuando comenzaron a construir casas de ladrillos brillantes que se destacaban de las otras, pequeñas y oscuras, las cosas fueron cambiando: pasó el tiempo, su madre falleció y también su hermano Ernest. Los que eran niños se hicieron adultos, varias familias se mudaron, al igual que sus hermanas al casarse. Algunos conocidos murieron y las casas fueron ocupadas por gente nueva. Incluso, un poco más allá, vivió por un tiempo nada menos que James Joyce, aquel escritor irlandés, cuya fama trascendió las fronteras. Evelyne recordó que Joyce había abandonado la ciudad para radicarse en otro país. Pronto, también ella se iría, y tal vez no volvería jamás.
Llegó al correo y echó la carta en el buzón. Ahora, sólo tenía que sentarse y esperar a que Frank viniera a buscarla. Cada detalle había sido dispuesto: la casa quedaría para Harry. Como una autómata había recorrido los cuartos y cubierto los muebles con grandes lienzos blancos. Sólo dejó sin tapar el sillón frente a la ventana. Las maletas estaban agrupadas junto a la puerta. De pronto, sintió terror: estaba por abandonarlo todo: su hogar, su trabajo, esa tan odiada rutina. Cuando se lo comunicó a madam Flynn, 'la vieja' le dijo con un tono de menosprecio: "¿Está segura del paso que va a dar, señorita Hill? ¿A su edad? ¡No sea cosa que después se arrepienta!"
No. Evelyne no se arrepentiría. Debía hacerlo. Ya una vez había dejado pasar la oportunidad y lo lamentó; Frank la llevaba de la mano entre la densa multitud en el muelle del North Wall. Recordaba haber mirado azorada el inmenso barco anclado que emergía entre la niebla, con sus ojos de buey iluminados. Una estruendosa pitada anunciando su partida. Ella se había visto en alta mar, rumbo a lo desconocido. De pronto, sintió pánico y con un incontrolable impulso, se soltó de Frank. Lanzó un grito de angustia y se prendió frenéticamente de la verja de hierro. Frank fue empujado por la multitud y ella sólo pudo oír su llamado desesperado a la distancia—: "¡Evelyne!, ¡Evy! "—mientras lo perdía entre la gente.
Incapaz de dar un paso, sus manos crispadas aferrándose a la verja como la hiedra se prende a la pared, Evelyne se estremecía con cada vibrante pitada. Pronto el barco fue un punto en el horizonte.
Y se llevaba a Frank.
Cabizbaja, con el paso vacilante, el corazón vacío y un enorme peso sobre los hombros, Evelyne había regre-sado a su casa.
Jamás había vuelto a verlo.
¡No! ¡Eso no volvería a ocurrir! Ella también tenía derecho a casarse. Dejar de ser una solterona. Ser feliz. Cuando Frank la estrechara entre sus brazos, todos los temores se disiparían. Sí, sí; él le transmitiría seguridad y protección.
Desde el gran sillón bordó junto a la ventana podía ver hacia afuera. Empezaba a hacer frío. Tendría que agregar algunos leños al fuego, pensó. Pero no se movió. Permaneció sentada con la columna contra el respaldo y las manos frías aferradas a los apoyabrazos.
Frank le había comunicado que llegaría alrededor de las cinco de la tarde. Las seis. Y aún no había venido.
La noche fue cubriendo la calle. La nieve reflejaba la tenue claridad de una luz a la distancia. La espera la había puesto muy tensa. Su angustia iba en aumento. Su ansiedad convirtiéndose en desesperación. Esa demora, ¿no sería acaso un aviso de Dios? ¿Qué pasaría si él se muriera y ella se quedara sola en un país desconocido, sin hablar el idioma, sin alguien que la protegiera, rodeada de personas y objetos extraños? Al menos aquí, en Dublin, tenía su casa. Conocía cada rincón de ella. También el entorno le era familiar. Cuando necesitaba apoyo o consejos, recurría a Harry. Y, después de todo, ya estaba acostumbrada a que la llamaran 'solterona'. Con casi cuarenta años, ¿no lo era, acaso? No, no debía pensar en esas cosas ahora. Ahora, que Frank venía de Buenos Aires expresamente para buscarla. ¡No podía hacerle eso otra vez!
—¡Evy! ¡Amor! Abre, un coche nos está esperando... ¡Por favor, Evelyne!...
Era inútil. No podía. Jamás podría. Aterrada, tenía la cara lívida, sus labios temblorosos y los ojos llenos de lágrimas.
Frank seguía llamándola, desconsolado.
─¡Evelyyyyne!
Entonces, ella alzó sus manos frías y las apretó contra los oídos.
La última brasa del hogar se desmoronó en cenizas.
Se sobresaltó al oír los golpes del llamador en la puerta. Inten-tó levantarse pero sus piernas no le respondieron. Y sus manos seguían aferradas a los apoyabrazos. Estaba paralizada.
—¡Popens! ¡Evy!... Abre, soy yo, Frank..., ¡Evelyne!
Su corazón iba a estallarle. La angustia la ahogaba. Su cuerpo se estremecía, pero no se movió del sillón. No. ¡Una vez más, no podía! Ya era demasiado tarde. Y de nuevo sonaron los golpes en la puerta.