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La araña de bronce

   

            

.

               Anton  Block se detuvo en medio de la  acera, frente  a la casa de Ostwall 387, donde  vivía  Walter Lehmann,

renombrado  pianista  y  compositor. Llevaba  sombrero;  y sus manos  enguantadas  en  los bolsillos del  impermeable gris oscuro, forrado con piel negra. Levantó la vista hasta la planta alta del edificio; luego giró su cabeza a  la izquierda, hacia  el comienzo de la calle y, después, a la derecha, donde al final se recortaba estoica la antigua estación de ferro-carril de Krefeld.  La noche anterior había nevado un poco.  Lo suficiente, como para convertir el paisaje en una  postal de invierno. Por la mañana, la nieve sucia se había transformado en hielo.

             Enfundado en un grueso sobretodo y gorro de piel al estilo ruso, que le daba más altura aún a su ya  corpulen-ta figura, llegaba rezagado su ayudante, el paso presuroso, balanceándose sobre sus pesados botines.

             —-¿Sabía, Kowalski —le preguntó Block  a modo de saludo —, que  durante  la  guerra la  estación que está a sus espaldas, se salvó de la destrucción por un error de cálculo en el bombardeo?

             —Sí, jefe... buenos días... —contestó Kowalski, todavía jadeante —. Usted ya me lo contó. Bombardearon  pri-

mero las fábricas de  industria pesada y,  como remate,  pensaban destruir la  estación de ferrocarril. Barrieron  la calle

principal arrojando bombas y,  cuando  llegaron al objetivo,  se les habían terminado  —recitó  de corrido, como  dando

examen. 

             —¡Bravo, Kowalski! Veo que presta atención. Bién —dijo, dando unos pasos hacia la casa —, entonces, entre- mos.

      

           Block se sacó los guantes, los dobló y guardó en el bolsillo. El hall de entrada estaba abierto. También el de-partamento de planta baja. Desde adentro le llegaba la inconfundible voz ronca del comisario. Antes de avanzar, echó una mirada a la escalera que conducía al  piso superior. Se detuvo ante la puerta entreabierta y asomó la cabeza. En el suelo, pegado a la entrada, estaba el cadáver con el cráneo partido. Aún tenía el sobretodo puesto. Volcada sobre la parte inferior de su cuerpo, yacía la pesada araña de bronce. El extremo de lanza en la que terminaba, apuntando a su cabeza. Había sangre y vidrios rotos, esparcidos por todas partes.

           —Hola, comisario ¿cómo está  usted? —saludó Block, con el sombrero en mano—.¿Qué es lo que pasó aquí? —preguntó, deslizándose hacia adentro con cuidado. Lo mismo hizo Kowalski, pero tuvo que sacarse el abrigo primero, y entrar el abdomen para poder pasar.

         —Bueno... a simple vista parece un accidente. Todo estaba cerrado y él  adentro —explicó  el  funcionario, señalando al muerto—.No creo que sea un caso para usted, Block —opinó—. Según informó el señor Bart, que vive arriba, él sabía cuándo este hombre llegaba a la casa, porque acostumbraba a cerrar  con un portazo. Considerando que se trata de un edificio de más de dos siglos, restaurado después de la guerra, es posible que algo haya cedido. Acabamos de llegar. Aún no se ha hecho ningún peritaje —informó el comisario—. A propósito, no sabía que estaba por aquí. Lo hacía todavía en Berlin Occidental, develando el confuso caso Flickmann.

          —Eso  ya  está resuelto —contestó Block,  restándole  importancia y,  al observar el hueco en el cielo raso— ¿dijo usted que la víctima cerraba la puerta con violencia?

            —Es lo que afirma el señor Bart.

          —En  ese caso y, por la posición del cadáver, ¿cabría  suponer que no estaba saliendo, sino que acababa de entrar? —preguntó Block.

          —Sí, es lo que se presume. Parece que alcanzó a sacarse el sombrero, pero no tuvo tiempo a  colgarlo en el  perchero, porque fue encontrado cerca de su mano izquierda, intacto. Costó trabajo abrir, ya que el hombre cayó con la cabeza contra la puerta y la araña encima de él —dijo mientras mordía el extremo de un habano, que había sacado del bolsillo superior izquierdo de su chaqueta. Lo puso en la boca, tomó el encendedor y mantuvo la llama en la punta, aspirando varias veces y soplando otras tantas el humo, hasta que encendió—. Hubo que empujar el cuerpo para poder entrar —agregó—. Esto  lo desplazó un poco de la posición original, como podrá ver por los rastros de sangre en la puerta, donde estaba apoyada la cabeza.

           —¿Cuándo  ocurrió  el hecho? —inquirió Block, tomando  distancia  de las  espesas bocanadas de humo, que lanzaba el comisario

           —Durante  el fin de semana. Se estima  que fue en la madrugada del sábado, después de las dos, horario de llegada del vuelo, según indica el pasaje encontrado en su bolsillo.

            —Quiere decir que pasaron nueve horas —calculó Block, mirando su reloj.

            —Sí, algo así —confirmó el comisario.

            —¿Quién notificó lo ocurrido?

            —El señor Bart, que  es el dueño de la casa y que le  alquila hace muchos  años a Lehmann.

            —Aha...—.dijo Block, mientras paseaba su mirada escrutadora por el lugar. 

           —Dicen que era un gran pianista y compositor. Aunque yo no entiendo mucho de música clásica —comentó el comisario. —  Era  joven  aún.   Creo que apenas pasaba los sesenta— echó otra voluta de humo que Block trató de esquivar—. Bart y el resto están en la sala. Si quiere hablar con ellos, yo todavía tengo que hacer aquí.

            —No le quito más tiempo, comisario. Gracias por su información.

          —Como le dije, inspector, creo que éste no es un caso para usted. Sólo se trata de un lamentable accidente. Estas casas antiguas debieron haber sido demolidas a su debido tiempo, porque requieren un mantenimiento constante,  con el que muchas  veces no se  cumple. Las consecuencias las tenemos a la vista —dijo, con un ademán de cabeza hacia la víctima en el suelo y, dirigiéndose a su gente— a ver, Hans, saque fotos de todos los ángulos y usted, Martin, ocúpese de las huellas digitales. En un rato vienen a retirar el cadáver.  Vamos, vamos… —ordenó— no tenemos todo el día.

           —Créame comisario, que me agradaría que “esta vez” usted tuviera la razón —dijo Block mientras abandona-ba el pequeño hall y entraba a la sala. En toda la casa se percibía un leve olor a pintura.

          Al  rato  aparecieron  periodistas  que, al  día  siguiente,  publicarían  en  primera  página   “MUERE  EN  SU   PROPIA CASA, EN FORMA MISTERIOSA, UNO DE LOS MÁS DESTACADOS PIANISTAS Y COMPOSITORES DE LA ACTUALIDAD”.

           En  muchas de las casas de fines del siglo XVIII y XIX, ahora declaradas  monumentos históricos, los ambien-tes son de dimensiones pequeñas, piso de madera, ventanas angostas y altas, divididas a cierta altura con banderolas, como para poder abrirlas independientemente. Sin embargo, esas viejas fachadas que deben respetarse, en su mayoría albergan en el interior un cierto confort y la decoración con muebles antiguos, le da un clima cálido y a la vez señorial. Lehmann había pedido autorización al dueño, para ampliar la sala, incorporando la habitación contigua mediante una arcada. Allí se encontraba el piano de cola y una biblioteca llena de partituras.

            Los  ojos de  Block  recorrieron  el  entorno  y se  detuvieron  en  los  dos  hombres  sentados  en el  sillón, que conversaban con Bart, a quien solía encontrar en algunas ocasiones en la panadería de enfrente, comprando el mismo pan negro con sésamo, que a él tanto le gustaba.

            En cuanto Bart lo vio, fue a su encuentro con la mano extendida para saludar.

        —Aquí tenemos al inspector Anton Block dijo a los dos hombres. Ambos se habían puesto de pie—. Los señores son dos viejos amigos de Lehmann;  el señor Franz Kugel y el  ingeniero Emil Müller —presentó. Le agradezco que haya respondido tan rápido a mi llamado, inspector. Ha ocurrido una verdadera tragedia… ¡Y en mi casa! —exclamó levantando las manos—. ¡Pobre Lehmann! ¡Qué gran pérdida! Aún no lo puedo creer…—balbuceaba Bart, meneando la cabeza.

            —De manera que los señores conocían a Lehmann…

            —Así es —confirmó Kugel —Prácticamente de toda la vida.

            —También yo. Nos cruzamos durante la guerra, hace ya más de treinta años —dijo  Müller. 

         —Hm…Discúlpenme un momento, señores —interrumpió Block, extrañado de no ver a Kowalski—. Regreso en unos segundos —se excusó, dirigiéndose hacia el pasillo.

            —¡Kowalski! ¿Dónde se ha metido?

            —Aquí estoy, jefe —contestó éste con voz rara desde la cocina.

Block lo encontró envolviendo apresurado el resto de un sándwich que guardó en el bolsillo del abrigo.

            —Es que esta mañana no tuve tiempo de  desayunar  —se disculpó, tragando  apurado el último bocado.

         —¡No se hubiera  muerto por eso!  ¡Le sobran reservas! Así, jamás va  a  alimentar su intelecto, sólo va  a aumentar de volumen —gruñó Block fastidiado—. Muévase, que hay trabajo para hacer. Quiero que recorra toda la casa, observe cada detalle, incluso el más estúpido, y me lo reporte de inmediato. ¿Me entendió?

           —Sí,  jefe —se  limpió la  boca  con  una  servilleta  de  papel  que, al  no  encontrar  dónde arrojarla, también terminó en su bolsillo y salió apresurado de la cocina, dejando el gorro sobre la mesada. Block sólo atinó a menear la cabeza.

           Mientras  regresaba  a la sala,  palpó su impermeable  en busca  de la pipa.  Fue hacia los tres hombres y se sentó en un sillón frente a ellos.

           —Es la hora del vicio —arqueó sus finos labios ensayando una sonrisa, mientras señalaba la pipa que comen-zó a cargar con tabaco de una bolsita negra. Después de las primeras pitadas, se reclinó en el asiento, apoyó el pie izquierdo que sostenía con la mano, sobre la rodilla derecha y, sonriendo con media cara, es decir,  manteniendo  los ojos fríos y escrutadores, rasgo muy peculiar en él, comenzó el interrogatorio.

            —De manera que usted, señor Kugel, ¿conoció a Lehmann durante la guerra?

            —No, no. Ese fui yo —corrigió Müller.

           —Ah, es cierto. Disculpe el equívoco. Entonces, ¿es usted, quién estuvo con él en el frente? —preguntó antes de aspirar la pipa.

            —Sí. Así es. Por lo menos en parte.

            —¿Por qué en parte?

           —Bueno, —continuó  Müller— porque en realidad, nos conocimos  en  una  situación  muy  singular. Después cada uno fue enviado a otro punto y no nos hemos vuelto a encontrar hasta bastante más tarde. Eso ocurrió en varias ocasiones, incluso pasada la guerra.

            —¿Y cuál era esa “situación singular” a la que usted alude, señor Müller.? Perdón, es ingeniero ¿verdad?

            —Sí, ingeniero civil.

            —Bien, ingeniero, ¿a qué  “situación singular” se refería usted?

           —Bueno —dijo  Müller,  inclinándose hacia adelante, los codos apoyados sobre las rodillas abiertas y  las ma-nos entrelazadas, listo para contar su historia—, estábamos en plena batalla… Habíamos bajado a varios aviones enemigos, pero vino un escuadrón de refuerzo que barrió con gran parte de nuestro batallón. Algunos lograron refugiarse en las trincheras. Yo alcancé a arrojarme en una y caí sobre un soldado, que resultó ser Lehmann y otro encima de mí, que fue acribillado. Así fue como salvamos nuestras vidas. Yo recibí algunas heridas en la pierna pero Lehmann, quedó en estado de shock. Él estaba hecho para las artes, no para la guerra. Ese fue nuestro primer encuentro. Después…

           —Y usted, señor Kugel —interrumpió Block—, Franz  Kugel? —Kugel  asintió con la cabeza— ¿Cuándo cono-ció a Lehmann?

            —En el Conservatorio de Música.

           —¿Qué  instrumento  tocaba  usted?—preguntó Block, aspirando su pipa del lado derecho, y lanzando peque-ñas bocanadas de humo por el izquierdo.

            —También piano —contestó seco Kugel.

           —El piano es mi instrumento predilecto —intercaló Block—.Yo sentía  verdadera admiración por Lehmann. En lo posible, no me perdía ninguno de sus recitales —Block solía llevar los interrogatorios con voz pausada, comentarios personales y a menudo imprimiéndole un tono irónico—. Aunque, parece que no era una persona fácil —comentó—. Dicen, que tenía un carácter algo despótico y hasta irascible.

            —Por lo general —asintió Kugel.

            —A veces era algo difícil —agregó Müller y, suavizando— pero, era buena persona.

            —¿Y usted, también da conciertos, señor Kugel? —preguntó Block.

           —No. Abandoné  al  poco  tiempo. Me dediqué a la escultura. Aunque jamás llegué a destacarme en este arte como Walter en la música —se anticipó Kugel al interrogatorio—. Hago reproducciones de originales y las vendo bien. Es mi negocio.

           —Bueno, no todos nacen niños prodigio —opinó Block irónico—. Sin embargo, me agradaría conocer algunas de sus obras —Kugel le dirigió una mirada glacial y no contestó. 

           —Y usted, señor Bart —preguntó el inspector, cuando  éste volvía de la cocina con una botella de agua y va-rios vasos que puso sobre la mesa ratona— ¿desde cuándo tenía de inquilino a Lehmann?

           —Desde  siempre —respondió Bart tomando asiento—. Quiero decir, desde que se restauró la casa, después de la sucesión que me llevó tres años. Entonces, yo era más joven y no me costaba subir las escaleras. Por eso, ante la insistencia de Lehmann, accedí a alquilarle la planta baja —sirvió agua en los vasos—. Pero hace unos años, la artritis me tiene a mal traer y le he pedido muchas veces que me desocupara el departamento, pero su contestación era invariable: “espere que me libere un poco de mis compromisos para buscarme algo adecuado”. Y así fue pasando el tiempo.

           En la arcada del pasillo apareció Kowalski con un anotador en la mano. Miró al inspector como pidiendo permi-so para interrumpir. Block le hizo un gesto con la cabeza,  éste se acercó  y le entregó una nota.

          —Señor Kugel, ¿cuándo fue la última vez que vio a Lehmann? —preguntó  el  inspector mientras le daba una ojeada a las anotaciones de Kowalski. Después, le impartió algunas instrucciones en voz baja, y éste se retiró.

            —El lunes por la tarde.

            —Ahá El lunes por la tarde —repitió pensativo Block—.¿Y usted, ingeniero?

           —También el  lunes por la tarde —contestó Müller—. Es  que  acostumbrábamos   a  reunirnos  los  tres en el Café Jacobs una vez por semana, cuando Walter estaba en la ciudad. Como tenía que dar varios recitales en Berlín, nos encontramos antes de que él fuera al aeropuerto.

            Block  concentrado en su pipa,  removía  el tabaco.

            —¿Alguno de  ustedes  lo vio a su regreso? —preguntó al rato  y miró a cada uno.

            —No —contestaron casi al unísono.

            —¿Quién alertó al señor Bart? Quiero decir, ¿quién lo llamó?

           —Yo  lo hice —dijo Kugel,  sentado  displicentemente en el sillón, las piernas cruzadas y el  brazo derecho ex-tendido a lo largo del respaldo.

            —Y, ¿por qué? —preguntó Block.

          —Porque habíamos  quedado en  encontrarnos en el Café  el sábado  a las  nueve de  la mañana —intervino Müller—. Es decir, hoy. Lo esperamos casi una hora y, conociendo su puntualidad, pensamos que probablemente no había podido regresar de Berlin Occidental, o que le había surgido algún otro inconveniente. Fue entonces, que Franz lo llamó acá, a su casa, pero nadie respondió.

          —Por  eso  usted  decidió  comunicarse  con el señor Bart, para comprobar si Lehmann había vuelto o no —concluyó  Block, dirigiéndose a Kugel.

            —Sí. Así es.

           —Yo  acababa  de  llegar  de  un  viaje —acotó Bart—.  Hacía  tiempo que  quería ir a la Selva Negra, porque me gusta cuando está cubierta de nieve.

            —¿Qué hizo usted, cuando recibió la llamada de Kugel?

           —Le dije que tampoco  había visto a  Lehmann. Contesté lo mismo que le acabo  de decir a usted: Que yo re-cién llegaba. Pero que averiguaría y que me volviera a llamar en unos minutos. Después, como a mí me cuesta bajar y volver a subir las escaleras, intenté primero por teléfono. Al no obtener respuesta, bajé y, al llegar a la puerta, noté que en el piso había una mancha roja oscura que asomaba por debajo —. Bart metió la mano en el bolsillo y, nervioso, sacó una cajita amarilla—. Ahí supe, que algo malo le había ocurrido— extrajo una píldora que tragó con un sorbo de agua.

            —Entonces, informó a Kugel, después llamó al comisario y luego me notificó a mí. ¿Correcto, señor Bart?

            —Así es, inspector —. ¡Es terrible! —respondió meneando la cabeza.

            —Usted que lo conoció bien, Lehmann cojeaba un poco con su pierna derecha, ¿no es así? — indagó Block.

           —Sí, es cierto. Pero  nunca me  habló de  la causa de  su  cojera, y  yo tampoco  le pregunté —replicó Bart—. Aunque era obvio, que por eso me pidió la planta baja cuando alquiló, y como pagaba bien, accedí a ocupar el departamento de arriba.

            Block se puso de pie.

          —Parece que no sólo usted tuvo problemas con una pierna, ingeniero Müller  —comentó el inspector, ponién-dole una mano sobre el hombro, al pasar por detrás del sillón. Müller se ruborizó.

           —Disculpen un momento, señores —dijo—. Aún hay más preguntas —se dirigió al pasillo que conducía al dor-mitorio—. Debo hacer algunas verificaciones antes. Ya regreso.

              Estación de Ferrocarril de  Krefeld

                   con salida a la calle Ostwall

 Calle Ostwall vista desde la              Estación de Ferrocarril

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