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La araña de bronce  (continuación)

           De aquí  debe  provenir el olor a pintura, pensó Block, al  llegar a la  habitación. Las  hojas  de  la ventana se cerraban mediante un picaporte que se accionaba hacia arriba para abrir. Todo estaba limpio y en su lugar. Cuando se acercó y corrió la cortina, se encontró con Kowalski trepado a una escalera, observando la abertura superior desde afuera.

            —¿Qué  diablos está  haciendo allí arriba? —preguntó  Block estupefacto, abriendo  una hoja—. Le ordené  que investigara los alrededores y buscara huellas —dijo en tono de reprimenda.

            —Eso estoy haciendo, jefe —respondió Kowalski.—. Tuve que picar el hielo para clavar la escalera.

            —¡Bájese y entre!

            Kowalski obedeció, aferrándose con una mano a la escalera y sujetando algo en la otra.

            ––¿Qué tiene ahí?

            —Dos hilos de soga, que encontré pegados a la pintura en el filo superior de la ventana.

         Por primera vez en mucho tiempo, Block lo miró sorprendido. Tomó las posibles evidencias y las colocó en un estuche de plástico.

            —Kowalski, usted tiene una rara habilidad: O me saca de las casillas, o me deja perplejo. Se merece un aumento de sueldo por esto, pero por ahora no puedo dárselo.

           Kowalski  tomó  su bigote derecho  entre el  pulgar y el  índice y lo hizo girar como para afinarlo, después colocó las dos manos entrelazadas a su espalda y se meció sobre los talones, sonriendo satisfecho.

            —Ahora, necesito que busque diferentes muestras del material caído con la araña y, esta vez sí, quiero que suba a una escalera, pique el cielo raso como a dos metros de donde pendía la araña, y traiga otra muestra. Además, averígüeme esto —le dijo, alcanzándole una lista—. Lo necesito ya. ¿Me entendió todo?

            —Sí, jefe —Kowalski asintió varias veces con la cabeza.

            —Entonces, vaya… Tengo que regresar  a la sala.

            —Dígame, señor Bart —lo encaró Block, cuando se reintegraba al grupo— ¿sabía que Lehmann acababa de ha-cer pintar su dormitorio?

        —Por supuesto. No él, sino yo tuve que hacer pintar, porque había una filtración proveniente del baño de mi departamento —aclaró Bart—.Hace rato de ello pero, como Lehmann era alérgico al polvo y al olor de pintura, los arreglos sólo podían hacerse en forma parcial, en ocasiones en que se ausentaba de la casa. Lo que se hizo esta vez —explicó—, fue dar el último retoque al techo y se aprovechó para pintar la puerta y la ventana. Por suerte, el empapelado no se dañó.

            —¿Me puede decir cuándo realizaron este último trabajo, señor Bart?

          —Sí,  desde  luego. El señor Lehmann se fue el lunes y yo cité a los pintores para el martes temprano, porque quería dejar todo ordenado antes de irme. A la tarde habían terminado.

            —Y para que se ventilara, usted dejó abierta la banderola  ¿correcto? —preguntó Block.

            —Así es. —Una última pregunta, señor Bart, ¿A qué hora partió usted el miércoles con su furgón?

            —Temprano. Serían cerca de las siete y treinta.

           —Quiere decir que el  miércoles, a  partir de  las ocho de  la mañana,  la casa  quedó  sola. ¿No  es así? —pre-guntó Block, mirando primero a Bart y luego a los otros dos.

            —No entiendo a dónde quiere llegar, inspector —comentó Müller, moviéndose en el asiento.

         —Oh, a ninguna  parte por  el  momento. Simplemente  estoy tratando de acomodar las piezas—. A propósito,¿dónde estuvo usted el miércoles, ingeniero Müller?

            —¿El miércoles? Déjeme ver… Ah, sí. El miércoles fui a Düsseldorf para hacer algunas compras, pero no encon-tré lo que buscaba.

            —¿Y usted, señor Kugel? ¿Recuerda lo que hizo el miércoles?

          —Sí. Primero trabajé en unos bosquejos, pero no estaba inspirado. Entonces, recordé que se cumplía un nuevo aniversario de la muerte de mi tía, la que me crió, y decidí ir al cementerio de Kempen, a llevarle unas flores.

            —Lo  que  me  esperaba —dijo Block—. Nadie estuvo por aquí el miércoles. Supongo que todos podrán probarlo.¿No es así?

            Nadie respondió.

            —Creo que sí puedo  —dijo Bart de pronto—. Tuve que cargar  gasolina en el  camino  y debo  tener el  compro-bante en el furgón.

            —Y usted, señor Kugel, ¿qué me dice? ¿Tiene algo que pruebe que estuvo en el cementerio?

           —Sí.  Tengo  el  pasaje  del  tranvía  a  Kempen,   pues  aunque  usted  no  lo  crea,  colecciono  boletos  —dijo  imprimiendo un tono irónico a su respuesta.

            —¿Y a qué hora fue eso?

            —Creo que pasadas las cuatro de la tarde.

            —Debe  haber llegado  con  el  tiempo  muy justo,  porque, según tengo entendido,  los cementerios cierran a las  cinco —comentó Block.

            —Así es —respondió Kugel—. Estaban por cerrar cuando llegué, y tuve suerte de que me permitieran pasar.

            —Y usted ingeniero, supongo que también guardó el pasaje a Düsseldorf.

            —No, porque  no soy  coleccionista —dijo, pretendiendo  ser  gracioso—. Sin embargo, tengo la cuenta de un bar en el que tomé un té por la tarde, que guardo por razones impositivas.

             Desde el pasillo, Kowalski se asomó con timidez a la sala. Su ropa aún tenía  vestigios  de polvillo blanco.

           —Disculpen  un  segundo, señores.  En  seguida  estoy con ustedes—.Block  se levantó,  fue  al  encuentro  de Kowalski y se lo llevó del brazo a la cocina.

            —¿Dónde está lo que le pedí?

            —Allí, jefe, en  dos  bolsitas  diferentes. La  del  doble  nudo es  la que  tiene el material que se desprendió con la araña y, en el lugar del que pendía la misma, encontré esta argolla que se ve nueva pero que está cortada, y que no cayó,  porque  estaba bien atornillada arriba.  El  otro plástico contiene lo que piqué del cielo raso a un poco más de un metro de distancia. Y aquí está la información que usted me pidió, jefe —dijo alcanzándole unos papeles.

            —Bien, Kowalski. ¡Excelente! Es la primera vez que me maravilla en dos ocasiones en un mismo día.

            Kowalski no cabía en sí de tanto halago.

            El inspector revisó todo minuciosamente. Luego se encaminó sonriente a la sala.

            — Venga, Kowalski —dijo haciéndole una seña con la mano— acompáñeme.

            —Bueno,  señores,  creo  que  el  caso  está  resuelto —dijo,  sentándose en  el  sillón—. Es  sabido  que  Walter Lehmann, como persona, no gozaba de mucha estima. Incluso, podría decirse, que lo odiaban. Algunos, bastante. En otras palabras, cualquiera pudo haber tenido motivos personales para desear su muerte— dijo con una leve sonrisa, deteniendo su mirada en cada uno.

            Todos se movieron incómodos en sus asientos.

           —Comencemos  por  usted, ingeniero Müller. En la historia que  nos contó están invertidos los personajes. Usted jamás se  destacó por su valentía. Tanto es así, que estuvo todo el tiempo refugiado en la trinchera. Fue Lehmann el que se tiró y cayó sobre usted.  Es  por  eso que  él  fue  herido  en  la  pierna y  no  al revés. Pero sí es cierto, que ambos se salvaron  porque los cubrió el  cuerpo del acribillado, que se desplomó sobre los dos. Mientras a Lehmann lo llevaban al hospital para remendarle la pierna, usted fue internado en estado de shock y estuvo un tiempo en una clínica de rehabilitación. Nunca fue herido en la guerra. Tengo fotocopia del informe.

            Müller, avergonzado, se hundió en su asiento y calló.

            —No, ingeniero —continuó Block, aspirando su  pipa—. Aunque le envidiaba su fortaleza de carácter y aborrecía su forma despectiva con que lo trataba a menudo, jamás habría podido matarlo, porque carece de las agallas para ello —dijo, echando una bocanada de humo—. Usted, Müller,  es cobarde por naturaleza.  

            —Y en cuanto a usted —continuó el inspector dirigiéndose a Bart—,  estaba harto de su prepotencia, de  la  falta

de consideración y respeto a su avanzada edad y a sus condiciones de salud. Como dueño de  casa, tenía los elementos a su alcance para que todo pareciera un accidente. Sí, sobre todo, pudiendo aprovechar las reiteradas ausencias de Lehmann. Lo más lógico, habría sido hacer intervenir la ley para sacarlo, pero no le convenía, porque la sucesión no fue del todo clara en su momento. Eso lo sabía Lehmann y se aprovechaba de ello. ¿Me equivoco o tengo razón?  —Block aspiró  su pipa con verdadero deleite y continuó— pero, tampoco fue usted —le dijo a Bart, que estaba al borde de un colapso.

            Block hizo una pausa y con unos golpecitos vació la pipa en el cenicero.

            —Fue usted —dijo inclinándose hacia adelante, mirando fijo a Franz Kugel.

            Todos los ojos se volvieron hacia él.

            Inmutable, Kugel había encendido un cigarrillo, aspiró y exhaló el humo.

            —¿Cómo llegó a esa conclusión? —dijo, sin perder la calma.

            —A través de un exhaustivo análisis. Usted pasó toda su vida envidiando a Lehmann. Cuando en el  Conservato-rio de Música vio que él era un verdadero prodigio y que jamás podría competir con él, eligió otro arte, en el que tampoco se destacó. Aunque hay que reconocer, copiar también es un arte. No es cosa para todo el mundo. Lehmann podía ser muy hiriente y sarcástico, cuando se lo proponía. Sobre todo, cuando lo tildaba de “fabricante de estatuas”.

            —Lo que usted afirma, no son más que conjeturas sin fundamento —lo interrumpió Kugel.

           —Espere, sólo  estaba  dando  los  motivos. Ahora  voy a ir a los hechos—del bolsillo interior del saco extrajo el sobre plástico con los hilos de soga. Después chasqueó con los dedos y Kowalski le alcanzó las dos bolsitas del material recogido.

            —¿Qué es todo eso? —preguntó Kugel despectivo.

            —Pruebas, señor Kugel… Pruebas.

         El inspector las expuso una al lado de la otra sobre la mesa ratona que estaba frente al sillón y, ante los ojos desconcertados del resto, comenzó con la explicación.

          —Por el  mismo Lehmann,  usted se enteró  que  le pintarían el cielo raso del dormitorio el martes, porque Bart quería viajar el miércoles. El martes a la noche usted se introdujo en el jardín trasero de la casa. Fue provisto de un palo con una horquilla en la punta y una soga que terminaba en un lazo. Colgó la soga de la horquilla, elevó el palo e introdujo la soga por la parte superior de la ventana. Luego enganchó el lazo en el picaporte, tiró hacia arriba y la ventana quedó abierta. La trabó con un cartón para que no se volviera a cerrar y retiró la soga. Y aquí tenemos algunos hilos que quedaron pegados en la pintura aún fresca del canto superior de la ventana —dijo Block, mostrando el estuche plástico que sostenía en alto, sujeto entre dos dedos— que son…

            —¡Inspector!...—interrumpió  Kugel  socarrón—, usted  está convirtiendo  esto  en  una película de  suspenso a lo Hichcock.

            —A  la  mañana  siguiente —continuó Block, ignorando el sarcástico comentario con su sonrisa de media cara—, esperó en su Daimler hasta que vio alejarse el auto del señor Bart. Fue nuevamente a la casa vestido como  pintor, para pasar desapercibido, llevando los elementos de trabajo, incluso una escalera. Pasó al jardín, sacó la traba de la ventana y entró en el dormitorio. De allí fue directo a la sala y se puso a trabajar. Cortó lo necesario para descolgar la araña, cambió el viejo aro del que pendía por uno nuevo y cortado a unos pocos milímetros del centro inferior,  volvió a colgar la araña con sumo cuidado, y cerró todo con la perfección que sólo un artista es capaz de lograr. Con la ventana abierta en su parte superior —prosiguió Block–, la corriente que se produciría al abrir la puerta, sumada al portazo que daría Lehmann al entrar, causarían un mínimo movimiento en la araña, pero sí el suficiente como para que ésta se desplomara —aspiraba de la pipa y exhalaba el humo en bocanadas dosificadas—. Terminado el trabajo faltaba la coarta tada: el cementerio. Esperó a que fuera cerca de la hora de cierre, para que en la entrada recordaran haberlo visto.

             Kugel seguía con la cara inmutable el relato del inspector.

          —En las horas  en  que usted  dijo haber estado bosquejando, en realidad estaba trabajando. Trabajando en la casa de Lehmann. Debo reconocer que usted domina su arte.

           —¡Inspector! Lo que acaba de decir no tiene pies ni cabeza. ¡Es totalmente ridículo! ¡Absurdo! —exclamó Kugel, manteniendo su postura calmada—. Y me muestra unas hilachas como prueba. ¡Por favor! —dijo torciendo la boca en una mueca.

           —Es  que  esas  hilachas  coinciden  con  las de  la soga  que  encontramos  en  el  baúl  de  su furgón. ¿No  es  así, Kowalski? —preguntó Block, mirando fijamente a su asistente.

            —Sí —contestó éste captando al vuelo la intención de Block—. Así es. Es exactamente el mismo tipo de soga.

            —Siempre llevo sogas en el  baúl de mi Daimler. Las necesito para trasladar las obras que hago —contestó des-afiante Kugel—. Algunas pesan.

            —Es  que  tenemos  más —lo  cortó  Block—. El  material  utilizado  en  la  recolocación  de  la araña no coincide con el del cielo raso a un metro de distancia. Y por último, señor Kugel, es mejor que se dé por vencido. Sus huellas digitales están en la argolla cortada que usted cambió, y que le debe haber dado mucho trabajo asegurar, para que quedara en la posición exacta de equilibrio que usted necesitaba. Tanto, que allí se descuidó.

            De pronto, Kugel había perdido todo su aplomo y arrogancia. Su tensión había aflojado. Ahora se lo veía pálido y deshecho, hundido en el sillón. Su cara, transformada en una atormentada máscara, mezcla  de odio y furia.   

            —No  pude  evitarlo —aceptó,  finalmente vencido, los codos apoyados en las rodillas y cubriéndose los ojos con las palmas de las manos, los dedos metidos en el pelo—. ¡Tenía que hacerlo! ¡Lo he odiado toda mi vida!  ¡Toda mi vida! ¡Siempre  lo he odiado!  ¡Siempre!

 

 

 

 

 

 

           Afuera  hacía  frío. Había empezado  a  nevar. Sólo un par de personas  transitaban por la vía blanca iluminada por los faroles de las esquinas. Block se detuvo un instante. Una vez más, sus ojos recorrieron la calle desde sus comienzos hasta la antigua estación.

           —Hm… —fue todo lo que dijo esta vez.  Después, mirando a su asistente—  Kowalski, para que no me diga que soy un explotador de la clase trabajadora, y como sé que por mi culpa no ha comido más que un mísero “sandwich” desde esta mañana, lo invito a cenar. Ya son más de las siete de la tarde, vayamos a lo del “Viejo Hans” y, mientras esperamos que nos sirvan la comida, nos tomamos un buen vodka. ¿Qué me dice?

         —Sí,  jefe —respondió  Kowalski,  frotándose  la  cabeza—.  Pero antes  debo  rescatar  mi  gorro  que  dejé  olvidado en la cocina.

 

 

 

 

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