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El día de todos los Santos  (continuación)

            Celina  vació  su taza de  café y la empujó hacia el centro de la mesa. Encendió otro cigarrillo, lanzó  una voluta de  humo y miró cómo se iba deshaciendo. Pensó en las reparaciones que tendría que encarar. Antes que nada, debía retirar el árbol caído y arreglar los daños del techo y del cuarto de Luís. Pronto se cumplirían catorce años de aquella tragedia. ¿Sólo catorce años? A veces, le parecía como si hubiera pasado mucho más tiempo; otras, como si hubiese sucedido el día anterior. Nunca debieron haber salido aquel día. Anunciaban una probable tormenta para la tarde. 'A esa hora ya estaremos de regreso con pescado fresco para la noche”'', le había contestado Luís, sonriendo cuando ella se lo advirtió. Salieron muy temprano él y Fermín, su amigo y compañero de regatas, otro fanático de la pesca. Jamás podré olvidar esa imagen del bote que se alejaba hacia el cielo rojizo del amanecer, recordó Celina con dolor. El día se había mantenido diáfano hasta las dos de la tarde. Después comenzó a soplar una brisa que se transformó en ráfagas y negros nubarrones invadieron el cielo.

 

            'Todo ocurrió muy rápido', le había contado Fermín cuando ella quiso saber los pormenores del naufragio.

 

 

 

                                                                                                2

 

   

          “Para entonces, nos encontrábamos en pleno Río de la Plata, que ya estaba bastante picado. En segundos, la oscuridad descendió sobre el río. Nos miramos, y ambos comprendimos que nos habíamos alejado demasiado.”

 

            “—Vamos, flaco —me dijo Luís, preocupado—. Tenemos que volver  a toda marcha, o nos alcanza el infierno”.

 

          “A nuestro  alrededor  culebreaban los relámpagos y retumbaban los truenos. Remábamos con desesperación hacia la costa, sorteando las olas cada vez más densas. Detrás de nosotros venía avanzando la masa oscura del horizonte. Segundos después, caía gruesa la lluvia. El viento azotaba implacable, y se hacía difícil mantener la dirección. Sólo gracias a nuestra destreza, habíamos logrado avanzar. No obstante, aún estábamos como a dos kilómetros de la costa”.

 

            “—Dale, flaco— trató de alentarme Luís, viéndome desencajado—. Mira que ya nos falta poco”.

 

           “—¡Cuidado atrás! — alcancé a gritarle, antes que una gigantesca ola negra nos envolviera y arrojara del bote. Un remo me golpeó en la cabeza, y me dejó atontado. Cuando Luís emergió jadeante, me buscó y me ayudó a llegar hasta el bote, que había dado una vuelta de campana. Me sujetó con la cuerda de amarre. Los remos desaparecieron en el oleaje. El río estaba muy encabritado. Por momentos nos llevaba a la cresta de una ola y luego nos arrojaba a un abismo. En esas condiciones, cualquier intento de enderezar el bote habría sido inútil. Nos aferramos a la madera, con la esperanza de que la lancha de Prefectura no tardaría en rescatarnos”.

 

         “Pasó más de una hora. Aterrado, azul de frío, me ardía la herida de la cabeza. No dejaba de tiritar y se me acalambraban las piernas”.

 

         “—No  van a venir a  rescatarnos —, le gritaba a Luís a través del cortante silbido del viento—.  Nadie se dio cuenta de que estamos aquí… ¡No va a venir nadie!” — repetía”.

 

            “Fue entonces que Luís tomó una decisión heroica: nadaría hasta la costa para pedir auxilio.  

 

            “—Estás loco  —le dije”.

 

           “—Tú  agárrate bien del bote —me contestó antes de dar las primeras brazadas hacia la costa—. Aguanta y no te sueltes por nada, que yo voy a buscar ayuda... ¡No aflojes, flaco, no aflojes!”.

 

         “Sólo atiné a asentir con la cabeza. Aferrado al bote, seguía angustiado el avance de Luís. Recuerdo haberlo visto a la distancia, emerger y desaparecer entre las olas por lo menos tres veces. Después lo perdí”.

 

            “Apenas media hora más tarde me recogió la Prefectura. A ellos les conté lo sucedido.”

 

                                                

                                                                                                3

 

 

                                                                     

            Sólo  Fermín  sobrevivió —recordó  Celina, hundida  en el  pasado—. El cuerpo  de Luís  recién apareció en la costa ...

 

          Una mano se posó sobre su rodilla. Se sobresaltó. Era Sol, parada delante de ella con su vestido celeste y un gran moño del mismo color, sujetando un mechón de su pelo rubio. En la mano, tomado por las orejas, llevaba al conejo. Detrás, a cierta distancia, estaba Ramona embobada.

 

            —Bueno, bueno —dijo Celina, recobrándose—. Acá tenemos a la princesita de la casa.

 

            —A  toda  costa  quería  ponerse  ese  vestido,  para que la viera —dijo Ramona.  Y, a una mirada interrogante de Celina—no lo hice yo. Éste se lo trajo el “tío Juan”.

     

            En  eso,  Sol dejó la cocina.

 

            —¿El “tío Juan”? ¿Apareció? Creí que ya no vendría más por acá. ¿Cuándo vino?

 

          —Antes  de la  tormenta.  Tardó,  porque estuvo de viaje por razones de negocios, según dijo. Además, usted sabe que él tiene su familia... —Ramona se quedó callada—. A mí qué me importa —agregó, encogiéndose de hombros—. Nunca estuve realmente enamorada de él.

 

           —¿ Algún día le dirás la verdad? —Celina hizo un gesto hacia el comedor, en donde Sol estaría entretenida con su nuevo juguete.

 

            —No —contestó  Ramona,  rotunda—. Para  ella  será  siempre  el  “tío Juan”. Aunque él está loco con la nena. Será porque los tres hijos que tiene son varones —concluyó.

 

         —Sol,  ven a  tomar la  leche —la llamó Ramona—. Cuando vino los otros días —prosiguió— le trajo ropa y juguetes, y me aseguró que jamás dejará que a Sol le falte algo. La adora.

 

            —Bueno, lo principal es que... ¿Qué pasa con Torito que está ladrando tanto?—preguntó Celina, intranquila.

 

           —¿Dónde está Sol? —se alarmó Ramona, y enseguida fue al comedor—. Sooool... ¿Dónde estás? —entonces se precipitó a la ventana de la cocina y vio al perro, que ladraba y corría por la ribera del arroyo. 

 

            —Recién nomás la ví ir al comedor —dijo Celina—. Pensé que estaba jugando con el conejo.

 

           Ramona y Celina se miraron. Como si se hubieran puesto de acuerdo, se lanzaron al jardín y corrieron hasta la orilla del arroyo. Con horror vieron el moño azul flotando. Las raíces del sauce habían aflojado la tierra, y la niña debió caer al agua en un punto que cedió.

 

            —¡Dios mío! Soool…—gritó Ramona—. ¡Oh, Dios, nooo!

 

       —Soool… —gritó también Celina, formando con las manos una pantalla alrededor de la boca— Soool…  Soool… Siguieron llamándola a  gritos, corriendo por el barro de la orilla.

 

            Nada. Sólo el chapoteo de la corriente entre los troncos.  Ramona, al borde de la locura, gritaba y lloraba.

 

           De  pronto apareció  la cabeza del muchacho detrás de unas ramas: esforzándose, nadaba con un solo brazo; con el otro, sostenía a Sol. Una vez en el borde, puso a salvo a la criatura.

 

          —¿Qué  pasó, mi  cielo? —Ramona estrechó a  la niña  contra su pecho—. ¿Qué pasó? ¿Estás bien? ¿Estás bien? —Con la cabeza de la pequeña apretada contra su mejilla, la cubría de besos—. ¡Pobrecita mía!

 

           La niña, pálida, las miraba con sus ojos azules muy abiertos. Tenía el cabello pegoteado a la cara, y el vestido empapado, ceñido al cuerpo. Impresionada aún por lo ocurrido, se abrazó a su madre templando.  

 

         —Por suerte no fue más que un gran susto —dijo Celina, esperando impaciente que el muchacho saliera del agua. Lo vio aferrarse a una raíz del sauce. Ya con medio cuerpo afuera, la raíz cedió y cayó de espaldas. Debió golpearse con un tronco sumergido, porque tardó en reaccionar. Intentó llegar a la orilla, pero las turbias aguas arremolinadas lo arrastraban. Torito, ladraba enloquecido,  mientras corría por el borde acompañándolo en la corriente.

 

            —No, ¡Dios mío! Nooo —gritó Celina y se llevó la mano al corazón—. No... ¡Otra vez, nooo!      

 

            —Mamáaa —oyó el estremecedor llamado de auxilio del niño—. ¡Mamáaa!

 

          —Hijo —gritó Ramona poniendo a Sol al cuidado de Celina—.¡Hijooo! —corrió hacia la orilla, los brazos exten-didos.

 

         —Mamáaa —clamaba desesperado el muchacho, y una vez más ¡Mamáaa! — antes de que se lo tragara un remolino.

                        —No, ¡Dios mío! —clamó en agonía Ramona—. ¡Nooo! Hijo...¡Hijo mío! —Y, entonces, con un alarido desgarra-dor,  gritó su nombre:

 

            —SANTOOOS.

 

 

 

 

            

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