Lía Renoldi
Cuentos para leer y novedades literarias
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Cinco esquinas
Hubo una época en la que casi todas las noches volaba en mis sueños. A veces sólo tomaba envión corriendo a lo largo de una calle, agitando los brazos como si fueran alas y levantaba vuelo. Otras, me costaba más y tenía que subirme a un techo o a una colina y, aún así, en los primeros tramos perdía algo de altura. Ah, pero una vez en el aire, era una sensación increíble! Volaba como un pájaro y llegaba muy alto. Por entre las nubes podía ver las casas, los ríos y los bosques muy pequeños allí abajo.
Los paisajes que he visto en esos sueños, así como los lugares en los que he aterrizado, eran de una extraña belleza, pero había algo en ellos que los hacía diferentes a los nuestros. No parecían de este mundo.
Una vez volaba sobre montañas y, de pronto, pasando por encima de un pico, sentí la sensación como de caer en el vacío. Al cruzar la cima había un profundo abismo y allí, en el fondo, se extendía una franja de arena dorada y un mar de azul intenso. No había gente.
Sueños de vuelos, he tenido uno cuantos en el transcurso de los años. Sin embargo, recuerdo especialmente uno. Había volado durane varias horas y me sentía rendida. Me costaba mucho esfuerzo mantenerme en el aire, de manera que aterricé en un techo para descansar un rato. El lugar podría haber sido Monschau, Westerholt, tal vez Rothenburg o cualquier otra ciudad medieval alemana. Desde arriba podía ver la perfecta simetría de los tejados rojos.
Como estaba atardeciendo, pensé que sería mejor buscar un lugar para la noche. Llegué hasta una de esas típicas casas entramadas, ubicada en una calle de cinco esquinas. Vivía allí un matrimonio joven con un niño rubio de seis años. La mujer tenía largas trenzas que rodeaban su cabeza. Me invitaron a entrar. La casa era pequeña pero muy acogedora. Comí con ellos, sentada a la mesa de una rinconera de madera que tenía los bancos fijos.
Aproximadamente siete años después, en uno de mis sueños en los que volaba, ciertos lugares me parecieron familiares y, entre ellos, el techo en el que me había detenido para recuperar aliento. Desde allí empecé a mirar en derredor y, poco a poco, a medida que avanzaba, trataba de orientarme con los sitios que iba reconociendo, hasta llegar a esa misma esquina de hacía siete años.
En la acera, delante de la casa, había tumbada una bicicleta. Llamé a la puerta. Me abrió la misma mujer de aquella vez, que me reconoció y me recibió con cordial sorpresa. El marido no estaba. Sólo la acompañaba un niño. Un niño rubio de trece años.