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El hombre de los anteojos  

 

 

 

 

 

 

             —Y como le decía muchacho... Nadie mejor que yo pa’ contarle la historia de Urrutia. Ocurrió en este mismo boliche, ahí, donde está parao usté. Por entonces, el bar se llamaba “Al buen chopp” y el propietario era un alemán de nombre Otto. En esa época lo frecuentaban muchos gringos. Entre ellos unos cuantos dinamarqueses. Dueños de campos, en su mayoría.   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

              Solía  ponerse ameno el ambiente; don Otto tocaba el  piano y corría cerveza de barril. ¿Qué otra cosa podía ser, siendo el dueño alemán y amigo de Juan Sebastian Bach? No, no se ría. No se crea que lo estoy cargando. El hombre se llamaba así, realmente. Bach era diretor de la Maltería y amigo del arquiteto Meister, otro alemán, que fue quien diseñó la plaza que era una preciosura y no lo que usté ve ahora al salir. Bach acostumbraba sentar a la hija de Meister sobre sus rodillas y, cuando cumplió dieciséis, se casó con ella. ¡Era linda, la mocosa!...Gente interesante la que venía a este bar... Recuerdo al dotor Kier, un verdadero filántropo; a los dotores Gualde y Mancini, a Sorensen... A los Canciani, que con don Otto jugaban al truco en la cocina... A un tal Schmidt, que era gerente de la Cooperativa Elétrica y comunista de alma. Y casi me olvido de Ricardo Rudy, el diputao.   

 

              —Disculpe que me haya ido por las ramas. Es que me arrastra el recuerdo.    

 

            Urrutia...¡Si lo hubiera conocido!... Era tipo de mala entraña... El día siguiente a su muerte, pa’ ser más preciso, el 23 de Agosto de 1932, “La voz del Pueblo” sacó una verdadera novela de su vida, con una foto así de grande, en donde se lo veía de cuerpo entero: saco desabotonao, chaleco cruzao, con el codo en una silla, el cigarro en una mano y la otra en el bolsillo del pantalón. Sus finos bigotes acentuando aún más su irónica sonrisa. Fue una de las pocas veces que lo vi sin sus anteojos oscuros... Estanislao Urrutia... Sí, lo recuerdo bien: alto, de hombros anchos, pintón y mujeriego. En ocasiones traía alguna hembra, pero nunca la misma. Le gustaba enamorar a mujeres ajenas, las engatusaba y obtenía de ellas los favores que quería. Una vez satisfecho su ego de macho, las descartaba como cosa usada. Después, fanfarroneaba con sus conquistas. ¡Hasta hubo una que se suicidó por él!  

 

              Tenía buena labia como todo politiquero y cuando se mandaba un discurso, de seguro que engan-

chaba gente pa’l partido. Era peligroso con su lengua, como matón con cuchillo. Un verdadero caudillo pa’ los Coloraos. Acostumbraba a pararse en el mostrador a beber unas cañas y con cualquiera empezaba a discursear de política, tomando de punto a sus contrincantes. Y les daba, y les daba, sin aflojar. Lo que decía era una sarta de mentiras, pero tenía una forma muy convincente de esponer las cosasNunca se sabía a quien apuntaban sus ojos detrás de esos vidrios oscuros. Bastaba que me viera sentao a una mesa, pa’ que, sin nombrarme, me tomara de punto con insinuaciones de doble sentido, metiéndose incluso con mi vida privada y haciéndome quedar en ridículo ante la audiencia. Era de jugar sucio... Yo soy manso de caráter... Jamás fui hombre de violencias y, aunque a veces no me faltaban ganas de matarlo, me quedaba sentao como zopenco, por la vergüenza de ver mi orgullo por el suelo.

 

            —Oiga, don Pedro, que sea  otra güelta —dijo el hombre señalando los chops vacíos—. Para mí con espuma —y continuó:    

 

           —Créame, amigo, era tipo que no daba puntada sin nudo, el tal Urrutia. Sabía manejarse  en la política igual que con las mujeres. Siempre sacaba algún provecho.     

 

          Por aquellos años yo era del Partido Blanco, aunque no estaba afiliao. Entonces  todavía tenía ideales, hasta que me di cuenta de cómo venía la mano. Pa’ ilustrarle un poco esa época, ya que usté de seguro no había nacido todavía y además es forastero, le voy a contar cómo se hacían las campañas políticas y cómo se ganaban las elesiones. Se armaba un bailongo con empanadas, locro, vino y taba, y los que asistían, “habían votao”. Así de sencillo... Recuerdo que un día, camiones cargados de tipos con gorras blancas recorrían las calles gritando: “¡Bracco sí, chorros no!” Al rato, cayó otro con los boinas rojas y se armó una gran trifulca delante de la Municipalidá que está cruzando la plaza, justo frente al bar. El alemán se apuró a bajar las cortinas, mientras caía la policía que dispersó a los revoltosos.  

 

             —A propósito, no sé si habrá notao la belleza de Municipalidá que tenemos. Parece el Congreso de Buenos Aires en miniatura. ¡La hubiera visto pa’l cincuentenario, iluminada con miles de bombitas y fuegos artificiales! ¡Cosa inolvidable! —. Abstraído, el hombre se quedó un rato mirando por la ventana.    

 

           Y, volviendo a Urrutia, el día que lo mataron, yo estaba en el bar desde temprano, sentao a una mesa que se encontraba en aquel rincón donde está la maceta, frente a la ventana. Por ese entonces servían la cerveza con un montón de cosas pa’ masticar. No como ahora, que mezquinan el queso y le dan unos palitos y tres aceitunas... Urrutia solía llegar cerca de las diez. A veces se quedaba a cenar, sobre todo pa´ hacer pinta, cuando venía acompañao de alguna mujer. Entraba a lo guapo, se detenía en la puerta y campaneaba el ambiente. Después enfilaba lento hacia el mostrador y saludaba a los conocidos, rozando apenas con los dedos el borde del ala de su sombrero, mientras don Otto le aprontaba la caña.   

 

             Aquella noche, la del 22 de Agosto, hasta ahí, se repitió lo de todos los días. A la segunda güelta, quería impresionar a un muchacho que estaba tomando cerveza. Empezó a dar cátedra sobre política, decencia y moralidá. En esa parte, sus anteojos oscuros buscaron mi mesa y, mientras acariciaba sus bigotes, su boca se arqueó en una provocadora mueca burlona. Yo apreté mis dientes y cerré con fuerza los puños pa’ aguantarme la ofensa. Miré pa’ otro lao haciéndome el distráido.    

 

              A medida que narraba, los ojos del hombre se achinaban.    

 

             Mi reloj señalaba las diez y media. Afuera, la plaza estaba iluminada. Hacía frío y estaba ventoso. No se veía un alma. Alguien pasó apresurao frente a la ventana. Venía del lao de “Las Antillas”, la confitería de la esquina. De un empujón, abrió la puerta y se metió en el bar. Era un hombre morocho, fornido, de pelo grasiento que asomaba debajo del chambergo. Usaba campera y botas bajas. Se detuvo en el centro y preguntó: “¿Quién es Estanislao Urrutia?” Urrutia, que estaba de espaldas a la puerta, apoyao en el mostrador, giró la cabeza y con tono canchero dijo: “Soy yo. ¿Quién me busca?” En dos zancadas y sin responder, el oscuro estaba delante de él, hundiéndole hasta el mango el cuchillo en el vientre, dando un tirón hacia arriba pa´ asegurarse del resultao. Urrutia alcanzó a sacar el arma con su derecha, pero el hombre le dio un manotazo con la zurda y el revolver cayó al suelo junto con sus anteojos, que terminaron debajo de una mesa. Más de treinta segundos no duró la cosa. El agresor salió tan rápido como había entrao. Con las manos en el vientre sosteniéndose las tripas, Urrutia trató de correr tras el criminal y tres o cuatro parroquianos con él. Mientras al otro se lo tragaba la noche, a Urrutia lo traían de güelta entre varios, y lo acostaban en la cama de don Otto, dejando un reguero de sangre en el camino. Yo no me acerqué pa’ ver, pero contaron los que estuvieron presentes, que balbuceaba: “Maldita mi suerte... todavía no estoy pa’ morir...”. En lo que tardó el médico en llegar, ya era difunto. Recién después cayó la policía, que tomó declaración a los testigos.     

 

              El hombre echó el resto de cerveza en su garganta y prosiguió:     

 

            —Usté  dirá: ¡Qué manera  estúpida  de  morir!  y  se preguntará  si  fue por causas políticas o el ajuste de cuentas de algún marido engañao. Fue el acto de un cobarde, muchacho. De alguien que pagó a un matón porque a él le faltaba el coraje pa’ enfrentarlo... Con los años uno cambia y, viendo los hechos a distancia, hoy me pregunto si valió la pena cargar con una muerte. Si mi mujer no se hubiera ido tras él, a la larga me hubiera dejao por otro. Y, en cuanto a la política, mire a su alrededor, con o sin Urrutia, todo está podrido como entonces. Él pasó a mejor vida y yo me quedé enganchao a la culpa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Comentarios sobre el libro

"El hombre de los anteojos"

                                       

 

                                                                 AVATARES – ANUARIO CULTURAL

                                                                           Año VII – Octubre 2010

                                                       Directora propietaria y editora Marta Rosa Mutti

                                                                      www.avataresletras.com.ar

 

                                                                                            ***

 

                                                           El Hombre de los anteojos y otros cuentos.

                                                                            Lía Renoldi. Cuentos
                                                                Editorial Baobab. 2009. Páginas 64.

 

 

          Los cuentos que componen este libro poseen no sólo excelente manejo técnico sino esa mirada insomne del cuentista que observa al mundo, considera su experiencia, y se ubica en el contexto social tal y como lo requieren el juego de las circunstancias a plantear. Lía Renoldi nos sorprende y nos lleva al centro de la escena en cada historia, hasta mimetizarnos con tal o cual personaje para fundirnos luego en ese espacio y tiempo de vida. Con diálogos jugados y precisos, o silencios certeros que infieren más que las palabras, la autora aporta información, abre significados y funda motivos. Las voces que hilan el decurso de la trama se auto construyen y a la vez, crean un paisaje y espacio donde transcurrir para determinar el núcleo íntimo que revelará el punto crucial de cada historia y sus implicancias sucedáneas y alternas.

         El monograma, Más profundo que el mar, En la cornisa, La araña de bronce, El aniversario, Como la hiedra, Azul intenso, El hombre de los anteojos, ocho ficciones que desafían y comprometen al lector con sus propias realidades, al punto de extraviarse en la lectura porque es parte de la misma.

 

                                                                                                                                                     Marta Rosa Mutti

 

 

AVATARES – Anuario de Letras – Pelegrini 2056 – 6º B - San Martín - 4768-5137

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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