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           Felisa  guardó el  paquete  de caramelos en la cartera,  mientras el tren abandonaba la estación Laguna Negra. Miró por la ventana. Poco a poco las imágenes iban pasando con mayor velocidad. Vio desfilar casas, en su mayoría de tejas negras. Y las fábricas de asfalto, cuyas chimeneas lanzaban un humo denso que flotaba en el aire y no dejaba ver el cielo. Tristeza y soledad había en esas calles.

             “Subió más gente de la que descendió”, observó al ver pocos lugares desocupados.

          Una mujer se detuvo frente a ella,  puso un bolso en el portaequipajes y ocupó el asiento a su lado. Era joven, bonita y elegante, comprobó Felisa. Vestía un traje gris claro, largo chanel y blusa de seda blanca. Su pelo era rubio, lacio. Lo llevaba con raya al costado y corte a la altura del mentón. Cuando se sentó y se cruzó de piernas, la falda dejó ver unas rodillas que podía lucir sin complejos. Pasados unos minutos, la mujer le preguntó:  

        —¿Le molesta que fume?  —abrió la cartera y sacó un atado de Marlboro.La pregunta fue pura cortesía; el  vagón era para fumadores.   

             —No me molesta el humo —contestó Felisa— Antes, yo  también  fumaba. Cuando  el  médico me  lo  prohibió, me hice adicta a los caramelos y a los chocolates. Por eso engordé.  

           —Se  arrepintió; había  dado  demasiadas explicaciones a la simple pregunta de una total desconocida.Volvió a mirar por la ventana.      

              —Sabe... —dijo la rubia, como para retomar la conversación—.  Yo hice varios intentos de dejar el cigarrillo,  pero nunca pude. Ahora ya desistí. Me convertí en una fumadora compulsiva... Algún vicio hay que tener —esbozó una sonrisa de dientes perfectos—. Y como no puedo darme los grandes, me conformo con los chicos.    

             Felisa asintió con la cabeza, mientras pensaba que esa dentadura tan pareja debía ser un implante.   

            —Supongo  que  viajaremos un buen rato juntas —prosiguió la mujer—, así que es mejor que le diga mi nombre. Soy Clara.

             —Felisa, encantada.       

         Quedaron un rato en silencio.  La mujer llamada Clara aprovechó para lanzar una última voluta de humo hacia arriba.

           —¿Viene de lejos? —apagó el cigarrillo en el cenicero de aluminio del asiento. Felisa observó que sólo lo había fumado por la mitad.

             —De Manantiales   

             —Ah, ¿usted es de Manantiales?   

            —No. Allí tengo a mi hermano. El pobre quedó viudo hace tres meses y le cuesta superar la pérdida de su mujer. No sabe estar solo. ¡Después de cuarenta años, no es fácil! Así que lo acompañé un tiempito. 

             —Hizo bien. ¡Los hombres son tan dependientes! Son los primeros que se casan cuando enviudan.  

             —¡No mi hermano, Clara, no mi hermano! Ellos se querían mucho. Era una pareja como pocas.  

           —Bueno, por lo menos él puede sentirse satisfecho porque encontró a la compañera ideal y fue feliz con ella. No es muy frecuente. Créame, Felisa, los grandes amores, por lo general, son aquellos que quedan truncos. Por eso, cuando se encuentra el verdadero amor, hay que hacer cualquier cosa para conservarlo—. Clara hizo una breve pausa y preguntó— ¿Usted es casada?           

             —No —contestó Felisa negando con la cabeza—. ¿Y usted?   

             —Lo fui —dijo Clara, haciendo un gesto vago—. Nos separamos. Infidelidades, ¿sabe? 

          —Es  muy común hoy en día  —admitió Felisa con desdén—.  ¡Así son los hombres!  Pueden tener a la mejor mujer, pero no dejan de aprovechar cualquier oportunidad. ¡Es ese maldito machismo!     

             —Pero su hermano no es así... —opinó Clara con un dejo de ironía, sonriendo apenas.      

             —¡No qué va! Él jamás le faltó a su mujer.

            —Por supuesto,  le  creo. Siempre  hay  excepciones. Debe ser uno de los pocos hombres fieles que aún quedan —dijo con una sonrisa maliciosa—. Sin embargo, es posible que no esté tan errada en lo que afirma, Felisa — miró a uno y otro lado, y en tono confidencial—, tengo una amiga que está atravesando por un grave problema...

             —¡No diga!

            —Sí.  Por  lo  menos  eso  parece. Me  llamó  muy  angustiada para pedirme que la acompañase unos días —se detuvo un momento para sacar otro cigarrillo. Arrugó el paquete vacío y lo puso en el cenicero—. El marido tiene que viajar por negocios, y ella teme quedarse sola —sacó el encendedor de la cartera. Felisa reparó en un monograma dorado; una doble R entrelazada. Qué raro, pensó. El nombre de ella es Clara... Será del marido, se dijo.

             —¿Por  qué  dice  usted  que su amiga tiene un serio problema? —preguntó Felisa interesada, con el mismo tono de voz.  

             —Boletos... Señoras ¿me permiten los pasajes?

             La inesperada interrupción del guarda las sobresaltó. Felisa comenzó a hurgar nerviosa en su cartera.

             —Aquí está —dijo alcanzándole el ticket.

             La otra notó la curiosidad que le despertaba su relato; esperó a que el hombre se hubiera alejado lo suficiente, se inclinó un poco hacia ella y prosiguió—, con mi amiga nos conocemos desde pequeñas. Éramos vecinas. Fuimos juntas al colegio, teníamos los mismos gustos, nos llevábamos muy bien. Es hija única del dueño de una importante empresa, y por lo tanto, como se imaginará, muy consentida.

             —¿Por casualidad, se refiere a Roca Negra? —indagó Felisa.

            —No, no creo que  usted la conozca — contestó Clara evasiva—. Como le decía, éramos inseparables. Yo pasa-ba más tiempo en la casa de ella que en la mía —hizo una pausa para aspirar el cigarrillo, exhalando el humo con pereza—. Conoció a su marido en una fiesta a la que yo no pude ir, porque estaba enferma. Poco después, se casó —aplastó la colilla, haciéndola girar varias veces con fuerza en el cenicero—. Pasado un tiempo, también yo me casé.

             —¿Y entonces?

           —Dos años  más tarde, ella y el  esposo se fueron de Laguna Negra. Él tiene un buen puesto en la empresa del suegro. Dada su gran capacidad de organización, lo pusieron al frente de una nueva sucursal en Las Brumas, de manera que no le quedó otra alternativa que mudarse.

             —¿Y su amiga, estaba contenta con ese cambio?  —Felisa observó las manos bien cuidadas de Clara, apoyadas en la falda. Sólo lucía un pellizco con una perla blanca y una gris, que hacía juego con los aros. En el escote notó que llevaba una cadena de oro con una lágrima blanca, otra perla.

             —Las Brumas no es un destino ideal —contestó Clara—. El clima es muy húmedo y la neblina casi constante. Sin embargo, a ella no le interesaba dónde vivía, en tanto estuviera con él. —Y, haciendo girar su anillo entre el pulgar y el dedo mayor, agregó— ¡A quién no le pasaría lo mismo, si encuentra al hombre de su vida! ¿No le parece?

             —Sí, supongo que sí —opinó Felisa, que no tenía experiencia en esas cosas

             El tren disminuyó la marcha antes de llegar a la próxima parada.

             —Pero, ¿cuál es el problema que angustia tanto a su amiga? —insistió Felisa con creciente curiosidad.

        La conversación se  interrumpió. Había   demasiado  movimiento en el vagón;  pasajeros  que reunían  sus equipajes se preparaban para descender. El tren se detuvo; algunas bajaron, otros subieron y buscaron sus ubicaciones.

           Clara  abrió  un  nuevo atado. Se veía que  fumar le producía un verdadero deleite;  parecía concentrada en los anillos de humo que se deshacían en el aire, su pulgar acariciando el monograma del encendedor que sostenía en la mano izquierda.

          —Odio este ir y venir de gente —comentó al rato—. Prefiero el avión, pero no había lugar hasta mañana por la tarde —y mirando a Felisa— ¡Qué extraño que usted haya tomado el tren para un viaje tan largo! ¿También baja en  Las Brumas?

           —No, yo  sigo  hasta  Valle Verde —contestó Felisa—. Volar me pone muy nerviosa. Además, a mí siempre me gustó viajar en tren. Ya de niña Le da un sabor a aventura.

         —Tal vez  —aceptó Clara, acomodando detrás de la  oreja el mechón de pelo que le caía en la cara— yo, en cambio, soy muy práctica y tengo poca paciencia.

             Se oyó un silbato y el tren se puso nuevamente en marcha.

          Ahora,  Felisa  esperaba  ansiosa  que  Clara continuara  el  relato.  Pero,  ésta parecía  estar  con  sus  pen-samientos en otra parte. Entonces, se arriesgó a iniciar ella la conversación:

             —Usted —dijo cautelosa— me estaba comentando sobre un problema que tenía su amiga.

            —Ah, sí  —respondió Clara—. Por lo menos,  es  lo que  me comentó  por teléfono...  Sabe, Felisa,  ella se  casó muy joven. El día de la boda parecía una muñeca y aún lo sigue siendo. Raúl es un hombre algunos años mayor, muy preparado y con muchas inquietudes. Ella, en cambio, se quedó un poco... digamos... sólo dedicada a su persona. Es su estilo. Bueno, usted me comprende.

             —Sí. Suele ocurrir con aquéllas que lo tienen todo —afirmó Felisa, haciendo ver que era una entendida— o, por lo menos, con las que no tienen obligaciones ni responsabilidades en la vida.

             —Así es. Usted acaba de decirlo.

             —¿Tienen hijos?

           —No. Supongo que no los puede tener, porque ella adora a los niños. Aunque nunca me habló del tema. Antes, nos contábamos todo, pero con el tiempo se hizo más reservada. Además, debido a la distancia, nos vemos poco. A decir verdad, sólo en ocasiones en las que yo, por razones de trabajo, tengo que viajar a Las Brumas.

             —¿Usted es abogada ? —quiso saber Felisa.

             —No, no —respondió Clara sonriendo—. Soy anestesista y trabajo con un cirujano plástico. A veces lo acompaño cuando opera en otras ciudades.

             —¡Ah...! —dijo Felisa, y pensó— ¡Qué interesante!.

            —Como le  decía, la veo cuando se da la ocasión. En  las  dos últimas visitas, la noté muy irritable.  Siempre fue celosa, pero ahora está como obsesionada.

             —¿No será que él le da motivos? —insinuó Felisa.

             —Como le decía, Raúl es un hombre inteligente, capaz, culto, con una gran personalidad. Se parece  a aquel  ac-tor de antes, ¿cómo se llamaba?... el de la cabeza afeitada.

             —Yul Brynner —acotó rápida Felisa.

          —Si,  exacto. A Yul Brynner —asintió Clara  con la cabeza, sonriendo por la comparación—. Por lo menos, así opinan algunas personas—. Apagó el enésimo cigarrillo que había fumado desde que subió al tren y agregó:—No sé, si él le da motivos.

             —Pero, entonces... ¿cuál es el problema de su amiga? —insistió Felisa, sin poder disimular su impaciencia.

            —Según dijo cuando me habló, está segura de que su marido tiene otra —comentó Clara en tono de confidencia—. Parece que ella lo viene sospechando desde hace tiempo.

           —¡No me diga! —.  Indignada, Felisa apoyó instintivamente la mano sobre el brazo de Clara. Se inclinó  un poco hacia adelante para poder mirarla de frente—. ¿Vio? Tenía razón yo con lo que le decía antes sobre los hombres —afirmó excitada. Sintió necesidad de algo dulce y buscó los caramelos en la cartera

             —¿Le puedo ofrecer uno? —dijo—. Son de fruta

           —Le  agradezco. No soy  amiga de  las  golosinas —contestó Clara con una sonrisa que le recordaba a la de la Gioconda.—Disculpe que la haya interrumpido. Seguramente, ella necesitará desahogarse con alguien. ¡Y con quién mejor que con usted! ¿No es cierto? —preguntó Felisa, mientras dejaba en el cenicero, doblado en cuatro, el papelito del caramelo.

         Clara descruzó las  piernas para  cambiar de posición. Echó mano a otro Marlboro,antes de continuar sin pre-ámbulo:    

            —Ayer, mi amiga escuchó parte de una conversación telefónica del marido, de la que dedujo que él y su amante tienen intenciones de matarla —un expreso pasó como una navaja ululando en dirección contraria, haciendo trepidar todo el vagón. Clara vio la cara de espanto de Felisa y esperó a que se restableciera la calma, antes de continuar con voz pausada y distante—. Le estaba diciendo que mi amiga está convencida que el marido quiere matarla. A ella le dijo que debía ausentarse por razones de negocios.

            —¡Por Dios! ¡Pobre mujer! —dijo Felisa—. ¡Qué suerte que usted va a acompañarla! —añadió mirando a Clara— ¡Y qué arriesgado de su parte! Siendo tan amigas, con su presencia estará más tranquila ¿No cree?

          Clara, la cabeza apoyada en el respaldo, parecía absorta en el vaivén de la tapa suelta de un plafón que se ba-lancea peligrosamente en su bisagra.

           —Eso  espero —dijo volviendo su cara hacia Felisa, que no había apartado la vista de ella. Por un segundo sus miradas se cruzaron y, entonces, Felisa percibió la inescrutable expresión de sus ojos grises.

           —¿Y usted, que conoce al marido  —continuó indagando alarmada—,  cree que él sería capaz de semejante co-sa? ¿De...  de cometer un asesinato?

             Clara parecía no haber oído. Sólo cuando la otra repitió la pregunta, giró apenas la cabeza y le sonrió.

            —Yo  creo que  mi amiga está algo nerviosa y se imagina cosas. Eso es todo —dijo, mirando su Rolex—. Bueno, en pocos minutos más estaremos en Las Brumas —. Recogió el bolso del portaequipaje y lo ubicó a su lado. Abrió la cartera, buscó el espejo, retocó sus labios y se pasó el peine. Sacó un pequeño frasco de perfume en aerosol y aplicó un puf detrás de cada oreja. Luego de un último vistazo, volvió a guardar todo. Mientras el tren entraba a la estación, se puso de pie y tomó el bolso—. Bien, yo he llegado a destino. Espero no haberla aburrido con mi charla, Felisa Que tenga un viaje agradable y llegue bien a su casa. Adiós.

          —Adiós, Clara. Y... ¡Suerte! —le deseó mientras la veía encaminarse hacia la puerta. Clara se volvió apenas. Y entonces, con una última sonrisa dijo:

             —Gracias —y, en voz más baja, como hablando para ella— ¡Imbécil! —. Y descendió.

            Felisa,  que  se  había  incorporado  para despedirse,  se tomó del apoyabrazos, perpleja. ¿Había oído bien? ¿La llamó “imbécil”? ¿Por qué? ¿Quién era realmente esa mujer? Estaba consternada. Se sintió confundida y, sobre todo, mortificada. Atinó a seguirla con la vista; Clara se dirigía hacia el final del andén. Allí se detuvo. Parecía esperar a alguien.

             En efecto,  un hombre de  sombrero fue a su encuentro cargando un maletín. Lo dejó en el suelo,  se descubrió, la tomó en sus brazos y la besó.

             '¡Es... es el pelado! ¡Es igual a Yul Brynner!' .

             Felisa, sumida entre la impotencia y el espanto, se tapó la boca, ahogando el grito en su garganta.

            Algo dorado brilló en un costado de la valija . Fijó la vista, segura de haber reconocido el monograma de la doble R. Horrorizada, se dejó caer en el asiento.

            Lentamente el tren se puso en marcha, dejando atrás la estación  Las Brumas,  mientras la pareja abandonaba el andén, desapareciendo en la neblina.

 

 

El monograma

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