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El último sueño de Elisa Lynch

 

 

       Un  día  de  noviembre de 1885,  en su casa de París, Elisa Lynch, irlandesa  brava, a quien en los campos de batalla llamaban  "el Coronel", tuvo un sueño antes de  morir. Soñó que montaba a  "Trueno", su alazán, los cabellos rubios al viento, la mirada oscura, el relicario colgado del cuello y una espada de oro en su derecha. Volvía de Cerro Corá, abriéndose paso entre los miles de cadáveres que yacían diseminados en el campo de la batalla final, rodeada por seis de sus hijos que escoltaban los despojos mortales de Pancho, el mayor de ellos, y del mariscal Francisco Solano López, presidente del Paraguay.

 

         De pronto, la escena era otra. Ella seguía montada en su corcel acompañada de unos pocos servi-dores leales que, a fuerza de latigazos, hacían avanzar a una columna de miserables encadenados, que se arrastraban con dificultad bajo un sol abrasador. En algún lugar del camino les haría cavar sus propias tumbas y después procedería a la ejecución. No sería la primera vez que haría uso de estos métodos. Si no hubieran sido tantos, les habría aplicado la tortura de los cueros. Encabezaba la columna su madre que, al enviudar, se había desembarazado de ella que sólo tenía diez años, depositándola en un internado en Dublin. La seguía Panchita Garmendia, un amor juvenil de López; la madre y el hermano Benigno de Francisco; Juanita Pesoa, escoltada por una treintena de otras amantes de Francisco Solano; Juan Gil, traidor y sucesor de López en la presidencia, y todas las damas de la sociedad paraguaya que la habían desairado, humillado y despojado de los bienes legados por López. También estaba la madama del prostíbulo de Paris, con quién había tenido más de una reyerta porque le negaba el pago de lo convenido.

 

          Por último, rezagado, se arrastraba frente a ella Carlos Javier de Quatrefages, médico militar francés que, ya cuarentón, la había desposado cuando  ella tenía quince años y la llevó a Argelia para prostituirla. A la mirada suplicante y marchita del anciano, ella sólo respondió con triunfal desprecio.

 

         Ahora flanqueaba su paso, con ovaciones y aplausos, una multitud de seguidores. Vio entre ellos a Napoleón III y a la emperatríz Eugenia, a quienes había conocido en Europa. También a su fiel amiga del internado, Eduvigis Strafford, al devoto general Mac Mahon y, más allá, agitando un pañuelo, reconoció a la portera de su casa de París. A lo lejos, Elisa alcanzaba a ver la polvareda que levantaban en su despavorida huída, los generales Venancio Flores del Uruguay y Bartolomé Mitre de Argentina. Atónitos y horrorizados por la masacre que habían causado con su victoria, diezmando casi las tres cuartas partes de la población, trataban de ponerse a salvo de la terrible venganza de la irlandesa brava que, montada en el Trueno los perseguiría hasta el fin, blandiendo su espada de oro, en la que el reflejo del sol producía rayos mortíferos de largo alcance.

 

          En  este punto, Elisa Lynch despertó y  se encontró con las caras de Eduvigis,  de una hermana de ésta, de su hijo Federico, de un médico y de la portera del edificio. Todos con la mirada clavada en ella. Sonrió apenas, miró ausente a cada uno de ellos y volvió a cerrar los ojos para retomar el sueño y terminar su venganza. Entonces su mano se abrió, dejando caer su único tesoro: el relicario que guardaba un mechón de pelo de Pancho, su hijo, y otro de Franciso Solano López, su amante.

 

 

 

 

 

 

                                                                                                                                                   

         

 

         

                

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