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En la mira

 

 

          En la mira El hombre miró su reloj, dio una última pitada a su cigarrillo y lo apagó en el cenicero que estaba sobre la mesa. Se puso de pie, tomó su abrigo, el echarpe a cuadritos y se calzó el sombrero. Se dirigió a la puerta y, con la mano en el picaporte, se dio vuelta y dijo a su compañero:   

           —Vayámonos. Y trae el maletín.    

       Se asomó al pasillo y, antes  de salir, se cercioró de que no hubiera  nadie en los alrededores. Descendieron por la escalera hasta el estacionamiento. Caminaron rápido y en silencio hacia el Chevy. Spen adelante y John, el del saco claro, siempre unos pasos atrás. John colocó el maletín sobre el asiento posterior y se sentó frente al volante. Spen se ubicó a su lado. Pusieron en marcha el motor y salieron haciendo rechinar las ruedas.

           —¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó John.

        —Cuarenta  minutos —respondió Spen, con una ojeada al reloj. (Spen era el  apodo que le habían puesto, por tener un cierto parecido con el actor Spencer Tracy). 

           —¿Revisaste bien el arma?

           —¡¿Otra vez?! ¡Ya te dije que sí! —contestó irritado John.

           —Esta vez no podemos errar  —dijo Spen mirándolo—. Si fallamos, nos va a costar la cabeza.

           —¡Ya lo sé! —replicó John nervioso, mientras hundía el pie en el acelerador.

        Estacionaron en una calle lateral poco transitada.Bajaron del auto. John levantó el cuello del saco beige, tomó el maletín y, sin prisa, los dos se encaminaron hacia un antiguo hotel de baja categoría. Subieron a la habitación que habían alquilado. Entraron, corrieron las cortinas y encendieron la luz. Mientras John, con sumo cuidado sacaba del maletín una a una las piezas con las que armaba el fusil, Spen caminaba de un lado a otro, cigarrillo en mano, controlando el tiempo.

          Habían encontrado  la ubicación exacta  desde donde podían dispararle  al gobernador cuando éste saliera al balcón, con la seguridad de dar en el blanco. Terminados los preparativos, apagaron la luz y abrieron la ventana. John se puso en posición para ajustar el objeto en la mira.

           Una verdadera multitud se  había congregado en la plaza.Dada la  hora avanzada y el frío que hacía, el público comenzaba a impacientarse. Todos estaban ansiosos por conocer las nuevas medidas en política de seguridad, prometidas por el gobernador durante la reciente campaña para su reelección, a raíz de la ola de ataques terroristas del último mes. Habían pasado veinte minutos de la hora fijada, cuando alguien apareció en el balcón. Se oían los vítores y aplausos que provenían de la plaza.

           El  arma  estaba lista. Spen observaba oculto  detrás de  las cortinas, a  un  costado de  la ventana.

John miró por el telescopio.

           —¡No es él! —exclamó desconcertado.

         “Damas y  caballeros...”, se  oyó una voz que se dirigía al pueblo,"lamento tener que comunicarles que el señor gobernador sufrió una leve indisposición y no podrá estar con ustedes esta noche. Sin embargo, prometió que ...”

           John y Spen se miraron perplejos y, casi al unísono, gritaron:

           —“¡¿Quién fue el maldito soplón?!”

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                                                                                        

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